Capítulo 1: Llegada Inesperada

Era una tarde de finales de octubre, cuando el aire ya empezaba a sentirse frío, pero el cielo seguía inusualmente claro. Las hojas secas crujían bajo los pasos de cualquiera que caminara cerca de la casa, y el ambiente olía a madera húmeda, a ese olor inconfundible del otoño en su plenitud. Intriga en Mastorrencito: Misteriosos Huéspedes y una Noche Inquietante”

A las tres en punto de la tarde, mientras estaba organizando las toallas limpias en el cuarto de la lavandería, el teléfono sonó. No era frecuente recibir llamadas a esa hora, así que me apresuré a contestar.

—Buenas tardes —dije, con voz profesional.

Al otro lado, la voz de un hombre, grave y con un acento que no logré identificar al instante, me preguntó si tenía una habitación disponible para un amigo suyo. El tono era seco, casi brusco, como si cada palabra fuera medida antes de ser pronunciada.

—¿Tienen habitación libre? —me preguntó.

—Sí, claro, ¿para cuántas noches sería? —respondí con mi acostumbrada cortesía, aunque algo en su voz me provocaba un ligero malestar.

Mientras le explicaba las condiciones, los precios y los servicios, noté que la voz del hombre no cambiaba en absoluto. Ninguna emoción, solo datos. Me dijo que me llamaría más tarde y colgó. Durante unos segundos me quedé allí, con el auricular aún pegado a la oreja, sintiendo el eco de su voz en mi cabeza. ¿Qué tenía esa llamada que me había dejado intranquilo? Sacudí la cabeza y volví a mis tareas. No le di más vueltas.

Normalidad en Mastorrencito.

La casa estaba tranquila como siempre en esta época del año. Solo los clientes habituales ocupaban las habitaciones. Ramón y Blanca, una pareja de amigos ciegos que venía desde hace años, eran como de la familia. Siempre tan amables y calmados. Luego estaba Katy, la profesora retirada que pasaba sus días fumando marihuana medicinal para calmar sus dolores de fibromialgia. Lo hacía sin ninguna vergüenza, y aunque el humo impregnaba el ambiente, siempre traía consigo una sensación de paz. Los otros eran Giovanni y Carla, unos italianos retirados. Carla había sido heladera, y Giovanni, exdeportista consumado en deportes extremos. Su conversación era siempre entretenida, llena de historias de viajes y experiencias pasadas.

Pasaban ya de las seis de la tarde cuando el teléfono volvió a sonar. Esta vez lo sentí como una especie de campanada que marcaba el comienzo de algo, como si hubiera estado esperando esa llamada sin saberlo.

—Estamos en la puerta —dijo la misma voz, sin preámbulos.

Sentí una ligera presión en el pecho. Le di el código de la puerta principal y, después de unos minutos, oí el chirrido familiar de la verja al abrirse. Me tomé un segundo para respirar profundamente y bajé al recibidor. El crepúsculo ya había caído, y las sombras alargadas de los árboles proyectaban formas inquietantes sobre el suelo. Cuando abrí la puerta, dos hombres estaban parados frente a mí.

La llegada de los huespedes a Matorrencito

El primero era un hombre de estatura media, con el rostro anguloso, la piel pálida y unos ojos oscuros que no se quedaban quietos. Observaban todo con una rapidez y precisión que me resultaron incómodas. El segundo, en cambio, era enorme. De pie, debía medir cerca de dos metros, y su cuerpo ancho y robusto parecía capaz de partir a alguien en dos si lo deseaba. Llevaba un abrigo negro que le caía hasta las rodillas, y sus botas hacían un ruido sordo al caminar sobre la piedra. Pero lo que me inquietó más fue su rostro. Había algo en él, algo familiar. Un destello en su mirada, una arruga particular en su frente… pero no lograba ubicar de dónde lo conocía.

—Buenas tardes —dije, intentando que mi voz no revelara mi nerviosismo—. ¿Buscaban una habitación?

El hombre más pequeño respondió con una ligera inclinación de cabeza. Al hablar, sus palabras eran comedidas, como si cada sílaba tuviera un propósito específico.

—Seremos dos —dijo sin más explicaciones, aunque la primera llamada había sido para una sola persona.

—¿Pueden mostrarnos las habitaciones disponibles?

Les hice un gesto para que me siguieran. Mientras subíamos la escalera, el sonido de sus pasos era firme y medido, pero lo que más me perturbaba era su silencio. No hablaban entre ellos, ni siquiera se miraban. Eran como sombras, moviéndose con un propósito del que yo aún no tenía ni idea.

Les mostré la habitación número 8, conocida como “Chocolate”. Una de las más apartadas, con una pequeña terraza privada que solo se podía acceder desde el jardín. Cuando el hombre alto la vio, asintió. No preguntaron nada más. No se preocuparon por el precio, ni por los detalles. Solo querían esa habitación. Algo en su actitud me hizo pensar que ya sabían lo que estaban buscando antes de llegar.

—Nos quedaremos dos o tres noches —dijo el hombre bajo—. Tenemos que tomar un barco, pero no sale hasta el jueves.

No pude evitar sentir un nudo en el estómago. Algo en su tono parecía más una orden que una simple información. Sin embargo, sonreí como si todo fuera normal.

El momento de nuestros perros.

En ese momento, los perros, Masto, Maky, Mamas y Mastitwo irrumpieron en escena. Bajaron corriendo, ladrando furiosamente, algo que nunca hacían con los huéspedes. Sentí una punzada de miedo, pero ambos hombres sonrieron al verlos. Se agacharon para acariciarles la cabeza, y los animales, increíblemente, se calmaron al instante. ¿Cómo era posible? Ni siquiera con los clientes habituales tenían esa reacción tan inmediata.

Después de calmar a los perros, me pidieron si podían tomar algo. Les dirigí hacia el pequeño bar de la casa, donde se sirvieron un par de cervezas. Mientras bebían, comenzaron a hablar entre ellos en un idioma que no reconocí. No era español, ni inglés, ni italiano. Sonaba áspero, lleno de consonantes duras. Quizás ruso, o algún dialecto del este de Europa. Las palabras volaban entre ellos como cuchillos en una pelea. No podía entender lo que decían, pero la tensión en sus voces era palpable. A medida que se tomaban más cervezas, sus gestos se volvían más bruscos, más intensos.

Entonces, uno de ellos me llamó desde el bar.

—¿Podrías traernos papel de aluminio? —preguntó, su tono indiferente pero sus ojos clavados en mí como si estuvieran evaluando cada movimiento que hacía.

Asentí, sintiendo cómo una extraña opresión me apretaba el pecho. Bajé al almacén, busqué el papel de aluminio y se lo llevé. Ellos lo recogieron sin decir nada más, intercambiaron un par de palabras en su idioma y luego se levantaron para marcharse.

—Vamos a buscar las maletas a Girona —dijo el hombre pequeño—. Volveremos más tarde.

Los observé salir por la puerta principal. Sentí cómo el aire frío de la noche me envolvía, pero no era solo el clima lo que me hacía estremecerme. Algo no estaba bien. Esa cara del hombre alto seguía martilleando en mi mente. ¿De dónde lo conocía?

Cuando se fueran, pensé, les pediría los documentos. Ya era hora de dejar de cometer ese error.

Pero un extraño presentimiento me decía que esta noche apenas estaba comenzando.

Feliz Miercoles a tod@s! 😊 y mañana… MÁS

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