El viento soplaba con fuerza aquella tarde en la que decidimos celebrar los cuarenta años de Albert al frente de La Barratina. Cuatro décadas en un negocio que ya era toda una institución, un referente de la buena mesa y el esfuerzo incansable. Como no podía ser de otra manera, nos sentamos a comer allí, junto con Andrés, el de Masía La Palma, otro veterano de la hostelería.

Hoy hace 40 años que comenzamos este proyecto, hoy La Barretina Fonda d’Orfes cumple 40 años. Ha habido momentos de todo: buenos, muy buenos, malos y muy malos, y aun así, hemos seguido adelante, un camino que sin todos vosotros no habría sido posible. Madre, padre, hermanos, hijas, nieto, familia en general, amigos, clientes y proveedores… muchas gracias a todos. Seguro que yo no haré 40 más, pero sean los que sean, deseo seguir compartiéndolos con todos vosotros. Muchas gracias por estar siempre ahí.

Nada más llegar, el restaurante estaba a reventar. La luz tenue de las lámparas colgantes dibujaba sombras cálidas sobre las paredes de piedra, resaltando el bullicio del salón. A nuestra izquierda, una mesa enorme de veinte personas rebosaba de brindis y carcajadas. Por los coches alineados en el aparcamiento, impecables y relucientes bajo la iluminación amarillenta del estacionamiento, juraría que eran ejecutivos celebrando algún contrato millonario. Un poco más allá, una mesa aún mayor, con más de treinta comensales, vibraba de alegría. Amigos, familiares, parejas de todas las edades chocaban copas entre conversaciones cruzadas y platos que iban y venían. Además, varias mesas repartidas por el salón albergaban sus propias historias, pequeños fragmentos de vida que se desarrollaban en paralelo a la nuestra.

Nos miramos entre nosotros con cara de haber cometido un error.

—Tío, ¿nos habremos confundido de día? —preguntó Andrés, arqueando una ceja.

—Pues tiene toda la pinta… —le respondí, mientras barría el salón con la mirada en busca de Albert.

Pero no. Ahí estaba, con su delantal de siempre, el logo de La Barratina algo desdibujado por el uso, pero con la misma presencia de siempre. Su sonrisa, a pesar del evidente cansancio, conservaba esa chispa de quien, a pesar de todo, ama lo que hace. Se acercó a nosotros con un apretón de manos fuerte y cálido, de esos que te dejan claro que, aunque los años pesan, el espíritu sigue firme.

—Otros cuarenta ni de coña, chicos. A este ritmo no llego vivo —bromeó, secándose la frente con un paño blanco.

Nos reímos, pero en el fondo sabíamos que no iba del todo en broma. Andrés y yo habíamos tenido esa conversación mil veces: nuestros negocios no eran negocios, eran formas de vida. No vivíamos del negocio, vivíamos para el negocio.

Nos sentamos en una mesa junto al ventanal que daba al jardín, donde las luces exteriores envolvían los árboles con un brillo tenue y acogedor. A nuestro alrededor, los camareros se movían con la precisión de una orquesta afinada, equilibrando bandejas rebosantes de platos con presentaciones impecables. Entre aromas de carne asada, vino tinto y pan recién horneado, nos sumimos en una charla que, como siempre, terminó girando en torno a nuestra realidad.

—Es que no nos da para otra cosa —dije, removiendo el café con desgana—. Vivimos gracias a los préstamos que pedimos y pagamos, pero no podemos llamarlo negocio. Un negocio es algo que te da rentabilidad, que te deja algo para ti. Nosotros apenas sobrevivimos.

40 Años de Esfuerzo: La Realidad Tras la Hostelería by MasTorrencito

Andrés asintió, acomodándose en su silla de madera maciza.

—Y así pasamos los días. Preocupados por si podremos pagar facturas, por si se rompe algo, por si hay que hacer una reforma. Como te toque cambiar la caldera, se acabó lo poco que habías ahorrado.

Albert suspiró, y en sus ojos, cansados pero llenos de determinación, se reflejaba la resignación de quien sabe que no hay otro camino.

—Al final, uno solo espera llegar al verano. Es la única época en la que podemos respirar un poco. Pero claro, viendo cómo ha sido enero y febrero, miedo me da pensar en lo que viene.

Y entonces tocamos otro de los grandes problemas: los empleados. Encontrar gente dispuesta a trabajar en nuestros restaurantes era una odisea.

—Mira —dijo Andrés, apoyando el codo en la mesa—, para trabajar en estos sitios primero necesitas coche, luego ganas de currar y que económicamente te compense. Y claro, la gente prefiere algo cerca de casa, donde gane lo mismo o casi.

—Y es normal —agregué—. Pero nosotros tampoco podemos ahogarnos por mantener personal. No podemos pagar sueldos altísimos cuando apenas sacamos para vivir. Es el pez que se muerde la cola. Y lo peor es que si no les subimos el sueldo nosotros, se nos van a otro lado. Porque entre transporte y tiempo, no les sale a cuenta venir aquí.

Albert resopló, dejando su copa a un lado.

—¿Y sabes qué es lo peor? Que lo que realmente nos ahoga son los impuestos. Pagamos casi un 70% extra en cotizaciones, impuestos y Seguridad Social por cada empleado que tenemos. Para que uno se lleve 1.500 euros limpios, nosotros tenemos que pagar casi 3.000. ¿Y qué nos queda después de eso? Nada.

Andrés golpeó suavemente la mesa con los nudillos, frunciendo el ceño.

—Es un sinsentido. El gobierno nos exprime, pero cuando necesitamos ayuda, no hay nada. Rebajas en el IRPF, descuentos en la Seguridad Social… ¡Lo que sea! Pero no, cada mes, entre el IVA, los impuestos de sociedades y lo que nos crujen por los empleados, apenas podemos respirar.

Nos quedamos un momento en silencio, mirando las copas y las migas en la mesa. Afuera, el viento seguía soplando, arrastrando las hojas secas que cubrían el empedrado del jardín. La realidad era dura, pero ahí seguíamos, peleando día a día.

—A veces me pregunto por qué seguimos en esto —dije en voz baja.

Albert se río con amargura, apoyándose en el respaldo de su silla.

—Porque no sabemos hacer otra cosa. Porque, aunque nos mate, esto es nuestra vida.

Brindamos en silencio. Por nosotros, por nuestras luchas y porque, de alguna manera, a pesar de todo, seguíamos adelante.

Reflexión:

La hostelería es un reflejo del esfuerzo constante, donde la pasión por el oficio convive con la incertidumbre económica y las exigencias del día a día. Mantener un negocio no solo implica administrar recursos, sino también lidiar con la presión fiscal, la dificultad de encontrar personal y la inestabilidad del mercado. La rentabilidad muchas veces se diluye en el intento de sostener una estructura que apenas deja margen para el descanso. En este contexto, surge una cuestión fundamental: ¿hasta qué punto es sostenible vivir para trabajar sin una verdadera recompensa? A pesar de todo, muchos siguen adelante, movidos por la vocación y el compromiso, demostrando que, en ocasiones, el verdadero motor no es el beneficio, sino la pasión por lo que se hace.

Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!

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