La luz del atardecer se filtraba por las ventanas del salón, bañando todo con un tono dorado. Rocky, el pequeño bulldog francés, estaba tumbado en su manta favorita, con las orejas alerta y los ojos atentos a cada movimiento de Carla y Diego. Una separación con ladridos y lágrimas by MasTorrencito

Sentados frente a frente, ellos intercambiaban miradas que oscilaban entre la tristeza, la culpa y la incertidumbre. No eran gritos ni reproches lo que llenaban el ambiente, sino un pesado silencio que decía mucho más.

—No podemos seguir así, Diego. —Carla rompió el silencio, con voz serena pero cargada de emoción.

Diego, que miraba fijamente el suelo, levantó la vista hacia ella.

—Lo sé, Carla. No quiero seguir discutiendo… pero, ¿qué vamos a hacer con Rocky? —preguntó, señalando con la cabeza al perro que ahora ladeaba la suya, como si intentara entender de qué hablaban.

Rocky había sido el único testigo de todo: las risas al principio, los pequeños desencuentros que se convirtieron en grietas, y finalmente, la decisión de separarse. Había estado allí en cada momento, ofreciendo consuelo con su presencia y sus pequeños gestos: lamiendo una mano temblorosa, apoyando la cabeza en una pierna cuando sentía el ambiente tenso.

Carla suspiró, acariciando la taza de té que tenía entre las manos.

—Yo creo que debería quedarme con él. —Su tono era firme, pero evitó mirar a Diego directamente—. He pasado más tiempo con Rocky desde que trabajaba desde casa. Y… no sé, siento que él también me necesita.

Diego, que hasta ese momento había mantenido la calma, dejó escapar una risa sarcástica.

—¿En serio? ¿Eso es todo? ¿“Sientes que te necesita”? ¿Y yo? ¿No cuenta que yo fui quien quiso adoptarlo cuando lo vimos por primera vez? ¿Quién insistió en ir al refugio porque me enamoré de él a primera vista?

Una separación con ladridos y lágrimas by MasTorrencito

Carla apretó los labios, recordando ese día. Era cierto, Diego había sido el que, con una emoción infantil, había señalado al pequeño cachorro dormido en una esquina del refugio. “Ese es el nuestro”, había dicho entonces. Pero también recordaba las noches en las que ella se quedaba despierta cuidándolo cuando estaba enfermo, o las veces en que Rocky corría hacia ella en busca de consuelo.

—Diego, no estoy diciendo que no lo quieras. Sé lo importante que es para ti. Pero… ¿cómo vamos a hacerlo? ¿Tirar de él como si fuera una cuerda en un juego de estira y afloja?

Diego se pasó las manos por el cabello y se levantó, caminando de un lado a otro de la sala.

—No estoy diciendo que eso sea lo que quiero. Solo… —se detuvo y miró al perro, que ahora se había sentado, observándolos con una mezcla de curiosidad y preocupación—. Solo no quiero perderlo.

La conversación se alargó durante horas. Hablaron de todas las posibilidades: que uno se lo quedara y el otro visitara, que compartieran custodia, incluso sugirieron brevemente dejar que alguien más lo adoptara, pero esa idea fue descartada de inmediato. Ambos sabían que no podían imaginar sus vidas sin Rocky, aunque también sabían que la vida del perro no debería estar marcada por el dolor de su separación.

Finalmente, acordaron probar con una custodia compartida. Una semana con Carla, otra con Diego.

—Será complicado —dijo Carla, mientras Diego asentía con una mezcla de resignación y esperanza—. Pero si hacemos esto bien, Rocky no tendrá que sufrir.

Diego se inclinó para acariciar al perro y susurró:

—Espero que entiendas que no es tu culpa, amigo.


La primera semana fue difícil para ambos. Carla se llevó a Rocky al apartamento donde ahora vivía sola. El perro la seguía a todas partes, pero por las noches se quedaba junto a la puerta, esperando, con las orejas gachas y los ojos tristes.

—Te entiendo, pequeño. También lo echo de menos —le dijo Carla una noche, mientras lo abrazaba en el sofá.

Cuando llegó el turno de Diego, el escenario fue similar. Aunque Rocky jugaba y salía al parque como siempre, por las noches se quedaba mirando por la ventana, como si esperara ver a Carla aparecer de repente. Diego también sintió el peso de la ausencia, no solo de Carla, sino de la familia que alguna vez habían formado.


Un mes después, coincidieron en el parque. Carla estaba sentada en un banco, y Diego apareció de repente con Rocky trotando a su lado. Al ver a Carla, el perro corrió hacia ella, brincando de alegría.

—Hola, Carla. No esperaba verte aquí. —Diego sonrió tímidamente.

—Yo tampoco, pero parece que Rocky está feliz de vernos juntos —respondió Carla, mientras acariciaba al perro.

Se quedaron en silencio un momento, observando cómo Rocky corría de un lado a otro, su felicidad tan pura que parecía iluminar el parque.

—Es curioso, ¿no? —dijo Diego finalmente—. Cómo él no entiende nada de lo que pasa, pero sigue amándonos a los dos igual.

Carla lo miró y asintió.

—Sí. Tal vez… deberíamos aprender algo de él.

—¿Aprender qué?

—Que el amor no es algo que se reparte o se divide. Es algo que simplemente… existe. —Carla hizo una pausa, pensando en todo lo que había pasado—. Creo que Rocky nos enseña que, aunque ya no podamos estar juntos, eso no significa que no podamos seguir cuidando algo que ambos amamos.

Diego asintió, con una sonrisa melancólica.

—Supongo que tienes razón. Quizás, en el fondo, somos más afortunados de lo que creemos.


Reflexión final

Las separaciones son, en esencia, un duelo. Un adiós no solo a una relación, sino a un estilo de vida, a sueños compartidos, y, en este caso, a la idea de una familia que incluía a Rocky. Pero este tipo de historias también nos muestran la capacidad del ser humano para adaptarse, para dejar atrás los reproches y encontrar soluciones que prioricen el bienestar de quienes más dependen de nosotros.

El hecho de que Rocky siguiera feliz, sin importar los cambios, era una lección en sí misma. Los animales no juzgan, no guardan rencores, y no entienden de divisiones. Para ellos, el amor es algo constante, algo que no se mide ni se restringe por las complicaciones humanas.

A menudo, en medio de nuestras luchas y conflictos, olvidamos lo esencial: el amor no se trata de posesión, sino de cuidado y compromiso. Quizás, si pudiéramos ver las cosas desde la perspectiva de un perro como Rocky, aprenderíamos a ser menos egoístas y más generosos, no solo con los demás, sino también con nosotros mismos.

En cada ladrido feliz y en cada cola que menea, hay un recordatorio: a veces, amar significa dejar ir. Otras veces, significa aprender a compartir. Y, en todas las ocasiones, significa siempre querer lo mejor para quien más importa. ❤️🐾

Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!

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