De todos los hoteles rurales, casas de huéspedes y hospedajes de toda la zona… ¡tenían que acabar aquí!
No en cualquiera de los otros 200 que hay desde Francia hasta aquí, NO, claro que no. Tenía que ser en mi casa rural, la más escondida, la que requiere un pequeño desvío, la que no está a pie de carretera con luces de neón parpadeando «AQUÍ, ENTRE SIN PREGUNTAR». No. Vinieron aquí.
Y es que, amigos, si hay algo que tengo claro en esta vida es que debo poseer un imán para los clientes raritos. Un radar. Un hechizo. Algo. Porque esto no es normal.
Primer acto: los belgas espontáneos
Ayer me llaman unos belgas. Sin reserva. Ni por Booking, ni por Airbnb, ni por una paloma mensajera. Nada. A lo loco.
—Hola, ¿tienes habitación para esta noche?
—Sí, claro.
—¿Dónde estáis?
Y yo, con mi amabilidad natural (que cada día pongo más a prueba), les explico todo con pelos y señales. Hasta les mando un WhatsApp con la ubicación y detalles, porque hay que ser previsores. Todo bien. Todo en orden.
—Llegaremos entre las 7 y las 8, gracias.
—Perfecto.
Con esto en mente, decido que tengo un rato libre y me voy a comer con mi amigo Andrés al Club Deportivo de Banyoles. Una comida tranquila. Una charla amena. Relajación. Un lujo en mi vida de hostelería. Pero ni dos bocados había dado al primer plato cuando… PIM. WhatsApp.
—Estamos en la puerta.
Yo miro el mensaje. Miro mi plato. Miro a Andrés.
—Pero si me dijeron que venían a las 7 u 8…
Respondo con toda la paciencia de un monje budista en su mejor día:
—Yo estoy comiendo fuera. Me dijeron que llegaban más tarde. Tardaré mínimo una hora.
Y ahí, el momentazo del siglo:
—Ese no es mi problema. Quiero la habitación ahora.
Música de Psicosis sonando en mi cabeza.
—Pues va a ser que no, señora. Hay horarios.
—Es usted muy desconsiderado.
—No, señora. Soy consecuente, que no es lo mismo.
—Pues nos vamos.
—Genial. Que pasen un buen día.
Bloqueo el móvil, le doy un trago al vino (porque esto lo amerita) y sigo comiendo. Pero claro, mi cabeza no para de darle vueltas. Andrés lo nota y me dice:
—Venga, termina y nos vamos.
Así que ni café, ni postre, ni sobremesa. Todo al traste.
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Segundo acto: el regreso de los belgas (¡plot twist!)
Vuelvo a casa con una mezcla de resignación y cansancio. A ver si los otros huéspedes que llegan a las 21:00 son más normales.
Pero ¡sorpresa! Un coche plantado en la puerta.
Freno, bajo, pregunto:
—Buenas tardes, ¿qué deseaban?
—Hola, somos nosotros, los del teléfono.
—¿Los que se habían ido?
—Sí, pero no encontramos nada más barato.
AHHHHHH.
Inspiro. Expiro. Mentalmente recito un mantra de paciencia.
—Ok. Sin problema. Pasen, aparquen en el parking y bajen a recepción.
Tercer acto: El dilema de la habitación perfecta
Les muestro la primera habitación. Calentita, acogedora, de ensueño.
Pero no. Eso sería demasiado fácil.
—¿No tiene otra? Es que a mi marido esta no le gusta.
Claro. Porque después de irse, volver y marear la perdiz, era obvio que iban a ponerse exquisitos.
Subimos, les enseño otra.
—Bueno… parece que sí…
Yo ya respiro aliviado, pensando que hemos llegado al final del calvario.
Les explico los horarios. Que si necesitan algo, estaré en la cocina planchando. Todo en orden.
PERO… media hora después los veo en el patio, debatiendo como si estuvieran en un congreso internacional de filosofía. Miro la habitación… ni han subido las maletas.
Apago luces, cierro puerta, bajo otra vez.
—¿Todo bien?
—Es que estamos indecisos.
—Bueno, cuando se decidan, me avisan.
Subo. Sigo planchando. Mi chocolate, mi serie repetida de Energy. Todo correcto. Pero, veinte minutos después, otra vez a la puerta.
—¿No tendrá otra habitación? Es que esta, a mi marido…
¡Ah, que seguimos con esto!
—Sí, claro. Síganme.
Les enseño otra y ya no aguanto más.
—A ver, ¿esta sí, esta no, esta me gusta y me la como yo?
Silencio sepulcral.
—¿Qué?
—Nada, una canción antigua.
Siguen dudando. Me dicen que van a pensarlo.
—Vale, pero si no la quieren, apaguen la luz y cierren la puerta.
Sigo a lo mío, ya con el modo zen activado. Pero no.
Tocan otra vez.
—Nos quedamos con la primera que vimos.
—Ah, genial.
—Pero… no sabemos dónde está.
¿SABES QUÉ? Da igual. No tengo otra cosa que hacer.
Bajo con ellos, se las muestro de nuevo, y ya parece que ahora sí.
Pero no. Porque faltaba la ronda de preguntas.
—¿Nos puedes traer una cerveza?
—¿Cómo se calienta la pizza?
—¿El desayuno es muy temprano?
—¿Qué nos recomiendas para visitar?
Ahí ya mi alma se va flotando hacia el más allá.
Por suerte, había otros franceses en la casa y se engancharon a ellos. Desde la ventana los veo charlando animadamente y hasta con cara de estar disfrutando. O eso creo. Mañana lo veremos en el desayuno.
Lo que sí sé es que mi santa paciencia hoy ha subido de nivel.
Madre mía, qué cruz.
Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!
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Mentalizate….siempre tendras clientes así,que amargan la vida….y hay muchos.Que tengas un buendía