Hay días que empiezan normales, días que transcurren sin sobresaltos y días que, sin previo aviso, te dan una bofetada de realidad que ni en una película de humor absurdo. Este es el relato de uno de esos días.

Todo comenzó en un viaje a Salamanca con mis amigos. Era un plan de esos que surgen de la nada, con más improvisación que organización, más risas que itinerario y, sobre todo, más cerveza que sentido común. Entre tapas y brindis, en una calle cualquiera, vimos una administración de lotería. Y como buenos soñadores con el bolsillo a medio llenar, decidimos comprar un décimo cada uno. Bueno, en mi caso, dos. Por si acaso.

—Venga, el mismo número los cuatro —dijo uno.

—Así, si nos toca, nos forramos juntos —añadió otro, como si el plan de jubilación anticipada estuviera ya asegurado.

Y así, sin saberlo, sellamos nuestro destino. Salimos de la administración con la ilusión de quien acaba de hacer una inversión maestra y nos fuimos a seguir disfrutando del viaje.

Los días pasaron y, como es costumbre en mí, los décimos quedaron en el más profundo y misterioso rincón de mi memoria. Hasta que un día, semanas después, mi teléfono sonó con una llamada que cambiaría el rumbo de mi existencia.

—¡TÍOOOOOOO! ¡NOS HA TOCADO!

La emoción en la voz de mi amigo era tan intensa que casi sentí que me había dado un infarto sin necesidad de ir al médico.

—¿Cómo que nos ha tocado?

—¡Los décimos de Salamanca! No somos millonarios, pero unos cien mil eurazos nos caen, ¡esto es increíble!

Y en ese momento, en esa milésima de segundo en la que mi cerebro procesaba la información, mi vida cambió.

Me vi pagando todas mis deudas de golpe. Me vi dejando de preocuparme por los gastos del mes. Me vi viajando, comprando caprichos sin mirar la cuenta bancaria. Me vi, en resumen, siendo feliz.

Lo que no me vi, en cambio, fue con los décimos en la mano.

Aquí comenzó la verdadera historia.

El inicio de la tragedia

Al principio, lo tomé con calma. Vamos a ver, los décimos no pueden estar tan lejos, pensé. Soy un desastre, sí, pero tampoco es que vaya tirando cosas importantes por la calle como un lunático.

Empecé por lo básico: la cartera. No estaban. Bueno, normal, ahí solo guardo tickets de compras absurdas y un par de tarjetas de fidelización que nunca uso.

Vale, siguiente paso: el bolsillo de la chaqueta. Nada.

Guantera del coche. Menos.

Cuando perdi el boleto premiado by MasTorrencito

Miré en la mochila con la que fui de viaje. Saqué todo: ropa arrugada, cargador del móvil, una entrada de cine que ni recordaba haber comprado. Pero los décimos no estaban.

Poco a poco, la angustia empezó a instalarse en mi pecho como una piedra. Los tenía que haber guardado en algún sitio. Tenían que estar en casa.

Y así comenzó la demolición de mi hogar.

Abrí cajones con la desesperación de un detective en su último caso. Levanté cojines del sofá. Metí la mano detrás de la nevera, donde solo encontré polvo y un boli que daba miedo tocar.

Nada.

Pasé al coche, donde desmonté lo que humanamente pude. Cajones, alfombrillas, maletero, hasta revisé el compartimento de la rueda de repuesto. Solo encontré un mechero que no recordaba haber comprado y una moneda de 20 céntimos que me miraba con burla.

Los décimos seguían sin aparecer.

Me senté en el suelo, con el sudor de la desesperación y la certeza absoluta de que el karma estaba jugando conmigo a lo grande.

La burla del destino

Mis amigos, por supuesto, lo estaban celebrando. Se habían ido juntos a cobrar su premio, enviaban fotos de brindis y sonrisas. Yo también tenía ese dinero. Lo único que pasaba era que… no sabía dónde.

Intenté recordar. Hice un esfuerzo mental titánico. ¿Dónde los metí? ¿Se los había dado a alguien?

Y aquí llega un detalle importante: normalmente, siempre le doy los décimos a Moi.

Moi, para los que no lo conocen, es mi amigo de toda la vida, el que tiene el bar en la plaza de Báscara. Yo confío en él al 100%. Siempre que compro lotería, ya sea de Navidad, del sorteo del ciego o lo que sea, se la paso a él. Es como mi banco personal de décimos.

Pero esta vez… no lo hice.

Y eso ya me resultaba extraño, porque cuando salgo de viaje, SIEMPRE se los doy. Algo no cuadraba.

Llamé a Moi, con la pequeña esperanza de que, en un acto de responsabilidad involuntaria, yo le hubiera dado los décimos sin recordarlo.

—Oye, Moi… dime que tienes mis décimos.

—No, tío, esta vez no me diste nada.

—Seguro, seguro, ¿segurísimo?

—Hombre, si me hubieran tocado cien mil euros, no estaría sirviendo cañas ahora mismo.

Touché.

El triste desenlace

El tiempo pasó, y los décimos nunca aparecieron.

Mis amigos se rieron de mí durante meses (y lo siguen haciendo). «A ti también te tocó, pero de otra manera», me dicen entre carcajadas. Yo pongo cara de resignación, pero por dentro me muero.

A día de hoy, cada vez que compro lotería, aplico un protocolo estricto de seguridad:

  1. Foto del décimo en el momento de la compra.
  2. Mensaje a Moi con la foto y el número.
  3. Entrega en mano, cuanto antes.
  4. Revisión mensual de su paradero.

Porque, señores y señoras, con una vez he tenido más que suficiente.

Y la moraleja de esta historia es clara: las oportunidades llegan… pero hay que saber dónde las metes.


Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!

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