Desde que llegamos a MasTorrencito, siempre tuve la sensación de que esta casa guardaba secretos. La Habitación Escondida de MasTorrencito: Parte I

Era algo que no podía explicar, como una intuición que me rondaba cada vez que pasaba cerca de la chimenea del salón. Esa media luna en la parte superior, ese diseño extraño, parecía gritarme que algo no encajaba.


Llevaba semanas dándole vueltas, hasta que finalmente decidí que no podía ignorarlo más. Vicente estaba por aquí ese día, aprovechando para «echarme una mano», como él dice, aunque todos sabemos que eso significa criticar todo lo que hago mientras toma café. Por suerte, Manuela, nuestra cachorra golden de cuatro meses, estaba ahí para aportar entusiasmo. Aunque, claro, su entusiasmo suele acabar con algo roto o mordido.


—Vicente, te lo digo en serio —le dije, señalando la chimenea—. Hay algo detrás de este muro. Lo noto.

Amos, Miguel, que ya estás con tus ideas de película —contestó él, cruzando los brazos sobre su barriga—. Seguro que hay polvo y arañas. ¿De verdad necesitas más problemas? Ya tienes bastantes goteras y enchufes que no funcionan.

—No lo entiendes, Vicente. Esto es diferente. Mira esa forma, no tiene sentido. Además, cada vez que paso por aquí me siento observado.

—Pues a lo mejor es Manuela, que no te quita los ojos de encima porque cree que le vas a dar de comer —se rió, sacudiendo la cabeza.

Manuela, por supuesto, no ayudó a mi argumento, ya que en ese momento se puso a correr en círculos con uno de mis calcetines en la boca, como si fuera el mejor juguete del mundo.


—Deja que te lo demuestre —le dije, agarrando el mazo que siempre tengo a mano.

Amos, Miguel, que esto no es una demolición profesional —se quejó Vicente, poniéndose de pie—. Si rompes algo importante, luego no me vengas llorando. Yo soy chofer, no albañil.

Técnico Superior en Manipulación de Mercancías —le recordé, con una sonrisa burlona.

Él me lanzó una mirada de esas que decían «me estás buscando», pero se quedó allí, cruzado de brazos, mientras yo empezaba a golpear la pared. Con cada golpe, el ruido resonaba en toda la casa, y el polvo caía del techo como si el propio MasTorrencito se quejara de lo que estábamos haciendo. Manuela, emocionada, ladraba y correteaba a nuestro alrededor, convencida de que esto era el mejor juego de su corta vida.

Finalmente, tras un último golpe, los ladrillos cedieron, dejando al descubierto un oscuro hueco.


—Ahí está —dije, apuntando con la linterna al interior.

Un aire frío salió del agujero, cargado con un olor a piedra vieja y humedad. Vicente se acercó, más curioso de lo que quería admitir.

—Vale, Miguel, esto ya no parece tan normal —admitió, mirando el hueco con desconfianza—. ¿Qué hay ahí dentro?

—Eso es lo que vamos a averiguar.

Encendí mi linterna y me metí en el espacio oscuro, con Vicente siguiéndome de cerca y Manuela, como siempre, liderando la expedición con su entusiasmo desbordante. Lo que encontramos al otro lado era más extraño de lo que había imaginado.

Era una habitación oculta, claramente abandonada desde hacía décadas. Las paredes estaban cubiertas de moho y telarañas, y el suelo de piedra mostraba marcas desgastadas, como si alguien hubiera trabajado allí en algún momento. Pero lo que más llamó mi atención fueron las escaleras que descendían en espiral hacia las profundidades.


—¿Y ahora qué? —preguntó Vicente, con las manos en las caderas—. Esto ya no es normal. ¿De verdad quieres bajar ahí?

—Por supuesto que sí —le contesté, emocionado.

Amos, que luego no digas que no te lo advertí.

Manuela no esperó ni una invitación. Ya estaba al borde de las escaleras, olfateando con entusiasmo y ladrando como si hubiera encontrado el hallazgo del siglo. No podía culparla. Yo también sentía que estábamos a punto de descubrir algo importante.

El aire se volvía más denso a medida que descendíamos, y el eco de nuestras pisadas resonaba por todo el espacio. Cuando finalmente llegamos al final, lo que encontramos nos dejó sin palabras: una puerta de madera maciza, con una cerradura de hierro oxidado y marcas talladas en la superficie. Parecía tan vieja como el resto de la casa, pero también extrañamente intacta.


—¿Y esto? —preguntó Vicente, señalando las marcas en la puerta—. ¿Qué demonios significa?

—No lo sé, pero voy a averiguarlo —le respondí.

Mientras yo examinaba la cerradura, Manuela se sentó frente a la puerta, jadeando y moviendo la cola, como si supiera algo que nosotros no. Vicente, por otro lado, no parecía tan entusiasmado.

—Miguel, te lo digo en serio. Esto ya no me gusta. ¿Y si encontramos algo que no deberíamos?

—Eso es exactamente lo que quiero.

Y, con esa determinación, empujé la puerta. No podía imaginar que lo que había al otro lado cambiaría todo lo que sabía sobre MasTorrencito.


La puerta se abrió con un crujido profundo, como si el propio MasTorrencito suspirara tras años de mantener este secreto oculto. Un aire helado salió del interior, erizándome la piel. Vicente, que había estado refunfuñando todo el camino, se quedó en silencio. Incluso Manuela, que hasta entonces no había parado de mover la cola, pareció contener el aliento.

Encendí la linterna y alumbré la estancia al otro lado. Era una sala de piedra, amplia pero cargada con un aire opresivo. Las paredes estaban desnudas, salvo por unas marcas que parecían grabadas con herramientas rudimentarias. Pero lo que llamó mi atención fue una mesa en el centro de la sala. Era grande, de madera oscura, con algo cubierto por una lona negra.


—Te lo dije, Miguel. Esto no me gusta nada —murmuró Vicente, poniéndose detrás de mí como si eso fuera a protegerlo de lo que encontráramos.

—No seas gallina —le respondí, aunque yo mismo sentía un nudo en el estómago.

—¡Guau! ¡Vamos, vamos! —ladró Manuela, emocionada, corriendo hacia la mesa.

Ella, al menos, no tenía miedo. Pero yo no podía apartar la vista de esa lona. Había algo en la forma que se adivinaba debajo, algo que no encajaba con lo que esperaba encontrar en una vieja casa de campo. Me acerqué despacio, Vicente justo detrás de mí.

—Si hay algo muerto ahí debajo, yo me largo —murmuró él, nervioso.

—Vicente, esto es historia. No seas exagerado.

—Historia, dice. Esto es cómo empiezan todas las películas de terror.


Respiré hondo y agarré la lona. La levanté con cuidado, temiendo lo que podía encontrar. Al principio, solo vi polvo y telarañas. Pero debajo estaba un baúl, una pieza sólida, decorada con tallas en la madera que no reconocí. La cerradura estaba oxidada, pero todavía parecía funcional.

—Un baúl… Claro, porque eso no es sospechoso en absoluto —bufó Vicente, mientras yo intentaba abrirlo.

—Vicente, alguien escondió esto aquí. Esto es importante.

—¿Importante para quién? Porque para mí, importante es no despertar a algo que prefiero no conocer.

Manuela, por supuesto, no compartía la preocupación de Vicente. Estaba sentada a mi lado, jadeando y mirando el baúl como si esperara que dentro hubiera un premio. Finalmente, tras forcejear un poco con la cerradura, conseguí abrirlo.


Dentro del baúl había varios objetos envueltos en telas viejas. Saqué lo primero con cuidado: un diario de cuero, gastado por el tiempo. Vicente, aunque fingía desinterés, no pudo evitar acercarse más.

—¿Qué dice? —preguntó, inclinándose sobre mi hombro.

Abrí el diario con cuidado. Las páginas estaban amarillentas y frágiles, pero algunas palabras eran legibles. Pasé los dedos por la primera entrada, escrita con una caligrafía apresurada.

«He cerrado la sala para protegerla. Lo que descubrimos aquí no debe salir al mundo. No pude destruirlo, pero al menos puedo ocultarlo. Si alguien encuentra esto, les pido que tengan cuidado. Lo que guardamos aquí nunca debió ser desenterrado.»


—Vale, Miguel, ya está bien. Esto es una locura —dijo Vicente, dando un paso atrás.
—¿No quieres saber qué encontraron? —le respondí.
—No, lo que quiero es salir de aquí. Esto huele a problemas.

Manuela, mientras tanto, estaba olfateando un pequeño objeto que había en el fondo del baúl: una llave antigua, envuelta en un paño. La saqué y la sostuve frente a la linterna. Era pesada y tenía un diseño intrincado, como si hubiera sido hecha a mano hace siglos.

—Esto no termina aquí —le dije a Vicente, mostrándole la llave.
—Pues yo digo que lo dejamos aquí. Esta es tu casa, no la mía.


Mientras discutíamos, Manuela empezó a ladrar. Giré la cabeza para verla olfateando una de las paredes. Golpeó con su pata en el suelo y luego se sentó, mirando hacia nosotros con la cola agitada.

—¿Qué pasa, pequeña? —le pregunté, acercándome.

Amos, Miguel, que ya estás viendo fantasmas —bufó Vicente.

Pero entonces lo vi: una grieta en la pared que no estaba a simple vista. Era delgada y vertical, justo en la esquina opuesta a la puerta por donde habíamos entrado. Parecía una abertura… o una puerta.


—Esto es una entrada —dije, señalándola con la linterna.
—No me digas que vas a usar esa llave —respondió Vicente, llevándose las manos a la cabeza.
—Por supuesto que sí.

Manuela ladró de nuevo, como animándome, mientras yo insertaba la llave en la ranura que apenas se veía en la grieta. Giró con un clic seco, y la pared se movió lentamente, revelando un pasadizo oscuro que descendía aún más.


—Miguel, hasta aquí llego. Tú puedes ser todo lo valiente que quieras, pero esto ya es demasiado —dijo Vicente, retrocediendo.

—Vicente, piénsalo. Esto es un descubrimiento único. Si alguien escondió esto, tenía que ser por una razón importante.

—Sí, para que gente como tú no lo encontrara.

Manuela, ajena a las dudas de Vicente, ya había comenzado a bajar por el pasadizo, su cola moviéndose frenéticamente.

—No pienso dejarla bajar sola —dije, encendiendo la linterna.

Vicente bufó, pero finalmente me siguió. Amos, que siempre me meto en tus líos. Esto tiene que acabar con una buena barbacoa, ¿eh?


El pasadizo era estrecho y descendía más de lo que esperaba. Cada paso resonaba en el silencio, y el aire era más frío y húmedo. Cuando llegamos al final, nos encontramos con otra puerta. Esta era diferente, más sencilla, pero parecía mucho más antigua.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Vicente, nervioso.

—Entrar, claro —le respondí.

Saqué la llave de nuevo, pero esta vez, antes de que pudiera girarla, escuchamos un ruido al otro lado. Un golpe sordo, como si algo hubiera caído. Nos miramos en silencio, con el corazón latiendo a toda velocidad.


La puerta crujió al abrirse, y un aire denso y húmedo nos golpeó de lleno. Encendí la linterna y Vicente, detrás de mí, alzó la lámpara que habíamos encontrado. La luz tenue apenas logró iluminar lo que había al otro lado: una gran sala circular, construida en piedra, con el suelo cubierto de un mosaico desgastado. El silencio era tan profundo que parecía tener peso, y las paredes, llenas de marcas y grabados, se alzaban como si quisieran envolvernos.


—Miguel… dime que no estamos solos aquí —murmuró Vicente, apretando el mango de la lámpara.

—Estamos solos. Pero sí, esto es… extraño —respondí, intentando sonar más seguro de lo que me sentía.

Manuela, por supuesto, no compartía nuestra inquietud. La pequeña cachorra saltaba de un lado a otro, moviendo la cola y olfateando cada rincón como si esto fuera un parque más. A sus ojos, aquello no era una sala sombría y misteriosa; era un lugar lleno de posibilidades.


Nos acercamos al centro de la sala, donde el mosaico se hacía más intrincado. En el corazón del diseño, el mismo símbolo que había visto antes sobre la puerta: un sol eclipsado, tallado en piedra, rodeado de líneas y formas que parecían fluir hacia él. En la periferia del mosaico había un patrón de marcas desgastadas, como si alguien hubiera arrastrado algo pesado por allí.

—¿Qué crees que es esto? —pregunté, aunque sabía que Vicente no tendría una respuesta.

—Te voy a decir lo que creo: que estamos metiéndonos donde no nos llaman —respondió él, dejando la lámpara en el suelo para poder cruzarse de brazos—. Mira esas marcas. Esto no es un diseño bonito, Miguel. Esto es algo… práctico. Algo que se usó para un propósito.


Sobre una mesa al fondo de la sala encontramos lo que parecía ser el núcleo del misterio: viejas herramientas, frascos etiquetados con caligrafía ilegible y, lo más inquietante, una serie de documentos apilados con esquemas y mapas. En uno de los papeles, reconocí una referencia al «pozo antiguo». Pero lo que me detuvo fue una nota en el margen:

«Sellado en 1910. No abrir. No bajo ninguna circunstancia.»


—Mira esto, Vicente —dije, pasándole la hoja.

—No abrir. ¿Sabes qué significa eso? Que NO LO ABRAS, Miguel —contestó, sacudiendo la cabeza—. Esto ya no es emocionante. Esto es una advertencia.

Pero yo no podía detenerme. Entre los papeles había un mapa de MasTorrencito, y en él, el pozo estaba marcado con una gran cruz. Me di cuenta de que todo en esta sala, los grabados, el diseño del mosaico, parecía girar en torno a ese lugar. Manuela ladró de nuevo, llamando nuestra atención hacia un rincón donde había algo más.


Un pequeño cofre, escondido detrás de una pila de escombros. Lo recogí con cuidado y lo puse sobre la mesa. Su madera estaba desgastada, pero la cerradura, sorprendentemente, era moderna. Vicente dejó escapar un suspiro.

—Te lo digo en serio, Miguel. Esto no es buena idea. Lo que sea que está ahí dentro, alguien no quería que lo encontráramos.

—Precisamente por eso —respondí, sacando el destornillador que siempre llevo conmigo.

Forcé la cerradura, y tras unos minutos, el cofre se abrió con un chasquido. Dentro había un objeto que no esperaba: un medallón de metal negro, simple pero pesado, con el mismo símbolo del sol eclipsado grabado en su superficie.


—¿Y esto? —preguntó Vicente, inclinándose hacia mí.

—No lo sé, pero debe ser importante —contesté, girando el medallón en mis manos.

Al tocarlo, un escalofrío recorrió mi espalda, como si algo me observara desde la distancia. No podía explicarlo, pero había algo en ese objeto que no me gustaba.


De regreso al exterior, seguimos el mapa hasta el pozo, oculto bajo una gruesa tapa de metal oxidada. Vicente no paraba de refunfuñar mientras yo retiraba la tapa con esfuerzo. Debajo, un túnel estrecho descendía en la oscuridad. El olor a tierra húmeda y hierro era abrumador.

—Miguel, te lo advierto. Esto ya no es emocionante. Es una mala idea —dijo Vicente, dando un paso atrás.

—Si esto ha estado aquí todo este tiempo, es por algo —contesté, iluminando el túnel.


Con Manuela esperando emocionada, Vicente y yo descendimos por una vieja escalera de mano, hasta que llegamos al fondo. Allí, en la penumbra, encontramos lo que parecía un muro de piedra, pero con una grieta en el centro, como si alguien hubiera intentado abrirlo.

Pegada a la grieta había una inscripción grabada en la roca:
«Aquí duerme. Aquí debe quedarse.»


—¡Ya basta, Miguel! Vámonos ahora mismo. Esto es demasiado.
—Sólo quiero ver qué hay detrás —respondí, acercándome al muro.

Toqué la piedra, y una vibración recorrió el suelo bajo mis pies. Vicente me agarró del brazo, tirando de mí hacia atrás.

—¡Miguel, no! Mira esto. Esto no es normal. ¡Vámonos ahora mismo!


En ese momento, Manuela comenzó a ladrar furiosamente, mirando la grieta con la cola baja y las orejas hacia atrás. Algo en su reacción me detuvo. Por primera vez desde que comenzamos esta exploración, sentí miedo real. No era curiosidad. No era emoción. Era un temor primitivo, visceral.

Me alejé del muro, dejando que el silencio llenara el espacio una vez más.


De regreso al exterior, sellamos la entrada del pozo con la tapa de metal y volvimos al sótano a devolver el medallón al cofre. Lo escondimos en su lugar, tal como lo habíamos encontrado. No sabía qué había en el pozo, ni qué se había sellado allí hace más de un siglo. Pero entendí una cosa: no debía ser descubierto.


Esa noche, mientras me sentaba frente a la chimenea con Vicente y Manuela dormida a mis pies, no podía quitarme de la cabeza la sensación de que algo seguía observándonos desde la oscuridad de MasTorrencito. Puede que hayamos cerrado el pozo, pero algunos secretos nunca desaparecen del todo.


Desde MasTorrencito le deseamos un buen día y que sus perros le acompañe!!!!

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