Era una tarde gris, de esas que parecen arrastrar una tristeza inexplicable. El cielo, encapotado por nubes pesadas, reflejaba el peso en mi corazón. Cachorros abandonados en la Nacional II
Volvía a Mas Torrencito por la Nacional II, justo a la altura de Orriols, cuando algo llamó mi atención. A un lado de la carretera, vi una caja, apenas perceptible entre los arbustos que la rodeaban. Algo dentro de ella se movía, y de repente, vi una pequeña figura que saltaba desde su interior y comenzaba a cruzar la carretera.
El instinto me hizo frenar en seco, el chirrido de los neumáticos llenó el aire mientras activaba las luces de emergencia. Mi corazón latía acelerado, pero no por el susto, sino por lo que mis ojos no querían aceptar. Me bajé del coche y, al acercarme, lo vi: un diminuto perrito, apenas de un mes de vida, temblando, vulnerable y completamente desorientado.
La sorpresa. Cachorros abandonados en la Nacional II
Me acerqué más a la caja, con una mezcla de temor y compasión, esperando lo peor. Al mirar dentro, sentí un nudo en la garganta que me hizo detener el aliento. Había otros ocho perritos. Tres de ellos, inmóviles, parecían haber perdido la batalla antes de siquiera empezar a vivirla. Los otros cinco estaban amontonados, con los ojitos aún cerrados, apenas moviéndose, demasiado jóvenes para entender la crueldad de lo que les estaba sucediendo.
Detrás de mí, otros coches comenzaron a detenerse. La gente salía de sus vehículos, atraída por la escena desgarradora. Escuché voces llenas de rabia y tristeza. «¿Cómo puede alguien ser tan cruel?», dijo una mujer con los ojos llenos de lágrimas. «Hay que ser una mala persona para hacer algo así», murmuraba un hombre con las manos en la cabeza, caminando de un lado a otro, incapaz de contener su frustración.
Las palabras resonaban en el aire, como ecos de una indignación colectiva. Todos miraban a esos pequeños seres indefensos, esos cachorros que jamás debieron estar allí, abandonados en una carretera donde el destino ya parecía sellado para algunos de ellos.
En ese momento, llegaron unos agentes rurales. Con rostros serios, pero llenos de compasión, dijeron que se harían cargo de los perritos. Los recogieron con cuidado, pero en sus gestos se notaba el peso de una rutina dolorosa. No era la primera vez que veían algo así, pero nunca dejaba de ser devastador.
Mientras los agentes cargaban a los pequeños en su vehículo, sentí una profunda impotencia. ¿Cómo es posible que alguien pudiera dejar a estas criaturas tan frágiles en un lugar tan cruel, donde no tenían ni una mínima oportunidad de sobrevivir?
Refflexión. Cachorros abandonados en la Nacional II
La reflexión me invadió de manera abrumadora. Hay que ser una persona sin alma, sin decencia alguna, para tomar a esos cachorros y dejarlos en la cuneta de una carretera, condenándolos a un destino tan cruel. Sin compasión, sin remordimiento, solo indiferencia. Como si sus pequeñas vidas no valieran nada.
Miré hacia el horizonte, donde el cielo seguía oscuro, y pensé en la ironía de la situación. Solo puedo esperar que, quien haya cometido este acto tan despiadado, algún día reciba la misma indiferencia, la misma crueldad de la que ahora se hacía cómplice. Que la vida, de alguna forma, le devuelva lo que ha sembrado, como un espejo implacable.
Porque, al final del día, el sufrimiento que causamos tiene una manera de volver. Y en ese retorno, no habrá escapatoria.
Feliz martes a todos! 😊
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