Javier vivía en Madrid, en un ático moderno con ventanales que dejaban entrar toda la luz del día. Desde su terraza podía ver el Retiro, un oasis en el que, sin embargo, rara vez paseaba. La soledad del que lo tiene todo y la fortuna de quien tiene perros
Su vida estaba diseñada para el éxito: trajes impecables, un trabajo que lo llenaba de ceros su cuenta bancaria y el tipo de libertades que muchos sueñan, como decidir un miércoles por la tarde que el viernes estaría en Bali. Tenía todo lo que se supone que debería hacer feliz a cualquiera… excepto la felicidad misma.
Lo sabía porque hablábamos mucho. Javier y yo habíamos sido amigos desde la universidad, pero nuestras vidas habían tomado caminos completamente diferentes. Mientras él subía como la espuma en el mundo corporativo, yo había decidido vivir en Mas Torrencito, Girona, en una masía rodeada de bosques que transformé en una casa rural donde los perros eran siempre bienvenidos. Mis tres compañeros de vida —Manuela, Markos y Max— eran los verdaderos anfitriones del lugar, robándole el protagonismo incluso a los huéspedes más exigentes.
Javier siempre se mostraba curioso sobre mi vida, como si intentara descifrar el secreto de por qué yo parecía tan tranquilo mientras él, rodeado de lujos, sentía un vacío que no podía explicar.
—Tío, no sé cómo lo haces. Vivir en el campo, cuidar una casa rural, estar rodeado de perros… ¿No te aburres? —me preguntó una noche por teléfono, desde la comodidad de su ático.
—¿Aburrirme? ¿Con Manuela, Markos y Max? Ni un segundo. ¿Tú te aburres? —le respondí con una sonrisa que él pudo escuchar a través del teléfono.
Hubo un silencio. Javier nunca respondía directamente a esas preguntas, pero yo ya sabía la respuesta.
—¿Por qué no adoptas un perro? —le lancé, como siempre hacía cuando la conversación tomaba ese giro.
—Ya sabes por qué. Que si los viajes, que si el trabajo, que si… —Y ahí venía la lista interminable de excusas. Pero esta vez algo en su tono era distinto. Como si ya no estuviera tan convencido de sus propias razones.
Un mes después, Javier decidió venir a visitarme. No era común que dejara su cómoda rutina para aventurarse hasta el rincón perdido donde vivía, pero había comprado un coche eléctrico y quería probarlo en un viaje largo.
El sonido del motor, apenas perceptible, rompió la calma de la tarde cuando llegó a la masía. Desde el porche, lo vi bajarse con esa sonrisa que siempre llevaba puesta, aunque yo podía ver lo que había detrás: cansancio, soledad. Mis perros, por supuesto, fueron los primeros en darle la bienvenida.
Manuela, siempre la más cariñosa, saltó hacia él como si lo conociera de toda la vida. Markos, reservado y desconfiado, lo observaba desde la distancia. Max, el travieso, ya estaba metiendo el hocico en el maletero de su coche, probablemente buscando algo para robar.
—¡Qué recibimiento! —dijo Javier entre risas, agachándose para acariciar a Manuela, que ya lo había adoptado como su nuevo mejor amigo.
—Ellos tienen un talento especial para hacerte sentir querido —le respondí, mientras lo invitaba a pasar.
Esa noche, cenamos en el porche, iluminados por la suave luz de las velas y el resplandor lejano de la luna. Preparé un estofado de carne, pan casero y un poco de vino de la región. Mientras Javier hablaba de sus últimos viajes —Tokio, Dubái, Nueva York—, yo le contaba anécdotas de la masía: el día que un huésped dejó que su perro persiguiera a una cabra por el bosque, o cómo Manuela siempre sabía ganarse a los clientes más tímidos.
—Es curioso, ¿sabes? —dijo Javier mientras miraba a los perros dormitando a nuestros pies—. Me paso el día rodeado de gente, en reuniones, fiestas, eventos… pero nunca me he sentido tan acompañado como ahora.
—Eso es porque ellos no te piden nada, Javier. Sólo estar contigo. —Hice una pausa y lo miré directamente a los ojos—. Te lo he dicho mil veces: adopta un perro.
Él suspiró, y por primera vez no sacó la lista de excusas. Sólo murmuró un:
—Quizás debería.
Paseo ppor los bosques con las mascotas de MasTorrencito
A la mañana siguiente, lo llevé a pasear por los bosques que rodean la masía. El aire fresco, el olor de los pinos y el canto de los pájaros creaban un escenario que parecía sacado de un cuento. Mis perros corrían libres, persiguiendo palos y desapareciendo entre los árboles, para luego volver con las lenguas fuera y las colas moviéndose como si fueran ventiladores.
Javier caminaba en silencio, observando cada detalle. Dejó su móvil en el coche, algo raro en él, y se centró en el momento.
—¿Siempre es así? —me preguntó mientras Max le dejaba caer un palo a sus pies, mirándolo con ojos expectantes.
—Siempre. Lo único que necesitan es esto: correr, respirar, estar contigo.
En un momento, Manuela se sentó junto a él, apoyando la cabeza en su pierna. Javier le acarició las orejas, y yo vi algo en su expresión que no había visto antes: calma.
—No sabía que podía sentirme así. —Su voz era un susurro, como si estuviera compartiendo un secreto consigo mismo.
El retorno de javier
Semanas después, recibí un mensaje suyo. Era una foto. En ella aparecía Javier, sentado en su terraza de Madrid, abrazando a una perra mestiza con grandes orejas y mirada dulce.
—Se llama Nala. La adopté ayer. No sé por qué no lo hice antes. —Ese fue su único texto.
Desde entonces, Javier no volvió a ser el mismo. Cambió los viajes exóticos por escapadas a pueblos pequeños con Nala, descubriendo un lado de España que antes nunca había valorado. Su casa dejó de ser ese lugar frío y vacío al que regresaba después del trabajo; ahora era un hogar lleno de vida. Incluso en su oficina, implementó una política para que los empleados pudieran llevar a sus perros al trabajo, lo que transformó completamente el ambiente laboral.
Cuando volvió a visitarme, meses después, esta vez con Nala en su coche, lo vi como nunca antes: relajado, feliz, completo.
—Tío, tenías razón. Mi vida era un desastre y ni siquiera lo sabía. Nala me ha enseñado lo que realmente importa.
—Bienvenido al club de los verdaderamente ricos, amigo. —Le respondí mientras Manuela, Markos y Max corrían a saludar a Nala, como si la conocieran desde siempre.
Y así, Javier descubrió que la verdadera riqueza no está en los viajes, en los coches ni en las cuentas llenas de ceros, sino en los momentos simples y auténticos, como compartir tu vida con alguien que te ama sin condiciones, como sólo un perro sabe hacerlo.
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Desde Mas Torrencito os deseamos un buen día y que vuestr@s perr@ os acompañe!!!!
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Me ha encantado este relato