Siempre he pensado que el ser humano es una caja de sorpresas. Y el mundo del alojamiento, en particular, se encarga de recordármelo cada día. Los Clientes de Negro by MasTorrencito
Cuando crees haber visto de todo, cuando piensas que ya has lidiado con los peores clientes del planeta, el universo te da una lección: siempre pueden venir otros peores.
El refranero español ya lo dice: «Siempre vendrán otros que buenos los harán.»
Y vaya si lo hicieron.
La Reserva Extraña
Todo comenzó con una reserva que ya de por sí me hizo fruncir el ceño. Llegó a través de un canal que ni conocíamos, lo que ya era un indicio de rareza. Una sola noche, a mitad de semana, con desayuno incluido.
Normal.
Hasta que llegaron.
Y madre del amor hermoso, si hubiera sabido lo que se me venía encima, habría dejado una vela encendida en cada rincón del alojamiento.
Una Llegada Inquietante
Fue un aviso silencioso.
Antes de que los viéramos, antes de que sonara un coche o una voz humana, los perros lo sintieron.
Primero uno de los míos, luego otro. Después los de los clientes alojados. Y en cuestión de segundos, una sinfonía de ladridos se apoderó del lugar. No eran ladridos juguetones ni de aviso habitual. Eran ladridos de alarma.
Los pelos se me erizaron.
No sabíamos qué llegaba, pero los perros sí.
Decidí encerrar a los míos. Cuatro perros, en alerta total. Normalmente, cuando viene gente nueva, se emocionan, mueven la cola, husmean… pero esta vez no.
Algo no les cuadraba.
Y entonces los vi.

Caminaban en perfecta sincronía, rectos, seguros, imponentes. Como si la mismísima película de Men in Black hubiera decidido materializarse en mi alojamiento rural.
Vestidos completamente de negro.
Chaquetas de cuero, pantalones ajustados, botas que resonaban con cada paso. Altos. Fuertes. Y con gafas de sol a pesar de que la luz ya comenzaba a apagarse con el atardecer.
Pero lo que de verdad impactaba eran los perros.
No eran perros. Eran bestias.
Dos lobos checoslovacos.
Si nunca has visto uno en persona, imagina un cruce entre un lobo de montaña y un pastor alemán, pero con el porte de un animal que sabe que domina el mundo. Grandes, musculosos, con una mirada afilada como una daga.
No caminaban. Desfilaban.
Uno a cada lado de la pareja, sin correa visible, pero completamente sincronizados con ellos.
La sensación era clara: si te cruzas con ellos en la calle, cambias de acera. Sí o sí.
Los clientes alojados, que estaban en la terraza, se quedaron en silencio. Alguno incluso se removió incómodo en su silla.
Yo me aclaré la garganta.
—Hola. ¿Os ayudo en algo?
El hombre ni sonrió ni hizo amago de cortesía.
—Buscamos la recepción.
Señalé con la cabeza.
—Por aquí.
Y entonces noté otro detalle clave: los perros no estaban castrados.
En mi alojamiento tenemos normas muy claras sobre eso.
Cuando alguien reserva, se les informa tres veces:
📧 En el email de confirmación.
📱 En el WhatsApp de bienvenida.
📩 En el email del check-in online.
Y aún así, aquí estaban.
Les miré directamente.
—¿Habéis leído las condiciones?
—Sí.
—¿Y…?
El hombre hizo una pausa antes de responder:
—Bueno… son perros de competición. No van a jugar ni estar sueltos, ni nada por el estilo. Vamos camino de Francia y este lugar nos venía de paso, así que hemos probado.
Ahí estaba. El clásico «a ver si cuela.»
Me crucé de brazos.
—Más que probar, habéis ignorado lo que os decimos.
El tipo mantuvo su expresión impasible.
—¿Nos podemos quedar o no?
Primer pulso echado.
—Si los tenéis siempre sujetos y controlados, sí.
—Pues eso. ¿Cuál es nuestra habitación?
La Habitación Más Pequeña
Cualquier otro día, si tenía habitaciones más grandes libres, intentaba acomodar mejor a los clientes sin coste extra. Pero estos… estos no.
Ellos iban a dormir donde ellos mismos habían elegido.
La segunda planta.
La habitación más pequeña.
La que estaba especificada para un solo perro.
Los llevé hasta la puerta.
El hombre frunció el ceño.
—¿Y quieres que me meta aquí?
—Es lo que has reservado tú. Había otras libres.
—Pero aquí, con estos dos perros… es pequeña.
—Sí. Lo pone en la web cuando reservas. Con medidas y fotos.
—Pensé que nos darías otra.
Segundo pulso.
—Yo te doy lo que tú has pagado.
—¿Pero tienes otras libres?
—Sí.
—¿Y no nos puedes dar una más grande por el mismo precio?
—No.
Silencio.
La mujer, hasta ese momento una sombra silenciosa, habló por primera vez.
—Esta es la que te dije cuando reservamos.
¡Vaya, estaba viva!
El tipo suspiró.
—Bueno, pues nos quedamos esta.
Muy bien.
—El desayuno está incluido.
—No desayunaremos.
Perfecto.
El Último Problema
No habían pasado ni diez minutos cuando, desde la terraza, vi a los dos lobos sueltos, avanzando con calma pero con una presencia imponente.
Me levanté de golpe.
—¡Pero qué es esto!
No estaban jugando. No estaban atacando. Simplemente caminaban. Como si patrullaran su nuevo territorio.
Me fui directo a su habitación.
Golpeé la puerta. Nada.
Volví a llamar.
—¡Ahora voy!
El hombre asomó la cabeza.
—¿Qué quieres?
—Tus perros están sueltos en la terraza.
—¿Y qué quieres, que los tenga atados?
—Es lo que dijiste. Siempre atados. Así que por favor, hazlo, o tendré que pedirte que os vayáis.
Silencio.
Me miró. Lo miré.
Suspiró.
—Vale.
Cerró la puerta.
Baje a la terraza y ……. Allí estaban.

Los perrazos.
Firmes. Erguidos. Vigilantes.
El aire seguía cargado de tensión. Los demás clientes se mantenían quietos, casi sin respirar, sin atreverse a moverse demasiado. Era como si todos hubiéramos quedado atrapados en un documental sobre depredadores.
Todos menos Maky.
Ay, Maky…
Maky es de esos perros que viven en su propio mundo. Un despistado. Un alma libre. Un inconsciente feliz que cree que todo y todos son sus amigos.
Así que, sin pensárselo dos veces, se acercó a los lobos checos.
Moviendo la cola como un ventilador, con ese entusiasmo ciego y valiente que solo los perros felices tienen.
Y ahí fue cuando pensé dos cosas:
- Este perro está loco.
- Me quedo sin perro.
La escena era de infarto. Maky, meneando la cola, acercando su hocico sin miedo, y los dos lobos tensos como arcos a punto de disparar.
Pero entonces… algo pasó.
Los lobos no reaccionaron como esperaba.
Primero, endurecieron más sus posturas, observando a Maky con desconfianza, como si no supieran qué hacer con semejante energía positiva. Luego, poco a poco, sus orejas se relajaron. Sus colas, antes rígidas, comenzaron a moverse muy lentamente.
Maky lo había conseguido.
Como si hubiera pulsado un interruptor invisible, los lobos comenzaron a relajarse.
Yo no daba crédito.
¿Estos eran los mismos perros de aspecto intimidante que parecían entrenados para un combate?
Parecía que, por primera vez en mucho tiempo, dejaban de estar en guardia.
Y entonces Maky hizo lo que mejor sabe hacer:
Intentó jugar.
Se inclinó, movió la cola todavía más fuerte y lanzó un ladrido agudo, como diciendo: “¡Venga, venga! ¡Vamos a correr!”
Los lobos se miraron entre ellos.
Uno de ellos giró la cabeza hacia su dueño, como si esperara una orden que nunca llegó.
Y entonces apareció Mastitwo.

Aquí fue cuando de verdad pensé que se iba a liar.
Porque si Maky es el perro feliz, Mastitwo es el jefe del corral. Un mastín que, aunque bonachón, no tolera tonterías.
Lo vi acercarse y me preparé para intervenir.
Pero…
Los lobos no lo vieron como una amenaza.
Lo olieron, él los olió, y en cuestión de segundos, allí estaban los cuatro moviendo la cola.
Parecía una fiesta canina improvisada, un acuerdo de paz sellado con meneos de traseros y hocicos curiosos.
Y entonces ocurrió lo impensable.
De un momento a otro, sin previo aviso, los cuatro salieron disparados.
PPPUMMMM!
Un solo instante, una chispa invisible, y los cuatro perros se lanzaron a correr como si hubieran recibido una inyección de pura felicidad.
Bajaron por el torrente, saltando por el agua, chapoteando sin miedo, como si hubieran sido amigos toda la vida.
Los clientes en la terraza, que hasta hacía un momento apenas se atrevían a moverse, ahora miraban boquiabiertos.
La tensión que había llenado el aire desapareció de golpe, sustituida por una escena digna de un anuncio de libertad y naturaleza.
Si lo hubiera sabido antes, les habría enchufado un cable para cargarme las baterías con la energía que estaban soltando.
Correteaban, saltaban, se perseguían, desafiándose entre ellos como si estuvieran en una carrera de perros salvajes. El espectáculo era increíble.
Los lobos, que hasta hace unos minutos parecían fieros guerreros de un clan oscuro, ahora parecían cachorros gigantes disfrutando de su primera tarde libre en años.
El Momento en el que Todo Cambió
El aire aún estaba cargado de esa energía vibrante y salvaje. Los perros seguían corriendo desbocados por el torrente, disfrutando de su recién descubierta libertad. El agua salpicaba con cada zancada, sus patas dejando surcos en la tierra mojada mientras giraban, se perseguían y brincaban como si nunca hubieran hecho otra cosa en la vida.
Yo observaba con una sonrisa, disfrutando del espectáculo cuando, de repente, una voz grave interrumpió la escena.
—¿Dónde están mis perros?
Giré la cabeza y allí estaba él.
El Hombre de Negro, el mismo que había llegado con aquella actitud rígida, seria, con la mirada de quien nunca deja nada al azar. Su postura seguía siendo firme, pero en su tono había algo… diferente.
Me encogí de hombros con una sonrisa.
—Abajo, corriendo con los míos.
Su ceño se frunció con incredulidad.
—Eso es imposible… no les he dado ninguna orden.
Me reí por lo bajo y señalé con la cabeza.
—Pues míralos, se lo están pasando pipa.
El hombre miró hacia el torrente. Su cuerpo se tensó.
Y entonces lo vi. No se lo creía.
Sus perros, aquellos lobos disciplinados, formados con precisión casi militar, estaban brincando y rodando por la hierba como dos cachorros descontrolados.
Sin esperarlo, el hombre silbó.
Fuerte. Preciso.
Un instante después, los dos lobos giraron la cabeza, frenaron en seco y corrieron hacia él con la misma disciplina que habían mostrado al llegar. Era impresionante verlos en acción.
Pero cuando llegaron hasta su dueño… su expresión cambió.
Pasaron de la felicidad desbordante a la rigidez de siempre. Bajaron ligeramente la cabeza, sus cuerpos se pusieron tensos, como esperando una orden.
Él los miró fijamente, como intentando comprender lo que acababa de pasar.
Yo esperaba cualquier cosa. Un reproche, una orden para meterlos dentro, quizás incluso una disculpa por el descontrol.
Pero no.
El hombre extendió las manos y, con una suavidad que nunca le había visto antes, acarició a cada uno en la cabeza.
Luego se inclinó un poco y, en voz baja, les dijo algo al oído.
No sé qué palabras usó. Pero fue mágico.
Los perros se miraron entre sí, luego miraron a los míos y, sin más, se lanzaron de nuevo a jugar como si no hubiera un mañana.
Como si aquel silbido nunca hubiera existido.
Como si fueran, por primera vez en mucho tiempo… perros simplemente siendo perros.
Yo me quedé mirando al hombre, todavía sorprendido.
Él, sin levantar la vista de sus animales, suspiró profundamente.
—De verdad… esto es un paraíso. Es la primera vez que veo a mis perros así.
Me crucé de brazos y sonreí.
—¿Sabes por qué?
Él negó con la cabeza.
—No… dime.
—Porque tú también te has relajado. Y ellos lo notan. Hoy, por primera vez… son solo perros jugando con otros perros.
El hombre se quedó en silencio. Miró a sus lobos, que ahora estaban completamente integrados con los demás, sin jerarquías, sin órdenes, simplemente disfrutando.
Y entonces, sin más, se giró y preguntó:
—¿Puedo tomarme algo?
—Tú mismo. Ya sabes dónde está el bar.
Se levantó, caminó hacia la barra y se sirvió una cerveza.
Un gesto pequeño, pero cargado de significado.
Fue en ese momento cuando llegó ella.
La mujer que hasta ahora apenas había hablado. Se acercó despacio y le dijo algo en voz baja. Él asintió. Intercambiaron una mirada, y de repente, todo cambió.
Algo en su expresión se suavizó. Era otra persona.
Se sentaron en la mesa con nosotros, charlaron con los demás clientes, rieron con tranquilidad. Los lobos checos corrieron libres con el resto de los perros.
Y lo que había comenzado como un día tenso, difícil y extraño, terminó siendo una de esas tardes inolvidables en Mas Torrencito.
Clientes relajados.
Los perros jugando.
Como debe ser.
Y yo, observando desde la terraza, solo pude pensar en lo ignorantes que somos los humanos.
Nos pasamos la vida creyendo que lo sabemos todo, que entendemos las reglas del mundo, que podemos medir el comportamiento con etiquetas y normas.
Y al final, vienen los perros y nos enseñan lo que realmente importa.
La simpleza de un gesto.
La confianza de un meneo de cola.
Y la magia de un amigo que simplemente quiere jugar.
Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!
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Eperaré ansiosa el final