Capítulo 2: Las Maletas
Las horas pasaban lentamente, el aire se volvía cada vez más denso, cargado con la quietud propia del anochecer. Todo estaba en calma hasta que los perros comenzaron a ladrar con una furia desmesurada. Los huéspedes de Mas Torrencito y sus enormes maletas
Me sobresalté, dejé la plancha y caminé rápidamente hacia la ventana. Miré hacia el exterior, pero no vi nada, ni un alma. El jardín estaba desierto bajo la luz mortecina del crepúsculo.
Con el ceño fruncido, abrí la puerta para dejar salir a los perros. Salieron disparados, corriendo hacia el exterior con una determinación inusual. Algo habían percibido, algo que solo ellos podían detectar. Su instinto me hizo sentir un escalofrío recorrer mi espalda. ¿Qué habían oído? ¿Qué habían olido?
Las camaras de seguridad… Los huéspedes de Mas Torrencito y sus enormes maletas
Con el corazón latiendo más rápido de lo que me gustaría admitir, fui directo al monitor de seguridad. Tenemos 16 cámaras instaladas alrededor de la masía, cubriendo todos los ángulos posibles, pero claro, como no podía ser de otra manera, la cámara del parking no funcionaba. ¡Fantástico! La maldita cámara fallaba justo cuando más la necesitaba. Tendría que llamar a Prosegur para que la revisaran, pero en ese momento, mi mente ya estaba saturada con mil cosas. ¿Cómo es posible que todo me ocurriera a la vez?
Las demás cámaras funcionaban perfectamente. Me concentré en la pantalla, y allí estaban, como espectros en la penumbra: los dos hombres, cargando unas maletas. No eran maletas normales. Eran descomunales. Parecían incluso más grandes de lo que recordaba, lo suficientemente grandes como para guardar algo… o alguien. Observé con detalle; las maletas casi les llegaban a la altura de los hombros, más de un metro de altura, tal vez más. «¿Qué demonios pueden llevar ahí?», pensé, sin despegar la vista del monitor.
Con paso firme, los dos hombres caminaron hacia la terraza, dejaron las maletas con un golpe sordo en el suelo y, como si nada, se sirvieron unas cervezas del autoservicio. Algo en mí decidió que necesitaba hablar con ellos, romper la creciente tensión que me envolvía.
—Hola, ¿cómo estáis? —dije en inglés mientras me acercaba con una sonrisa nerviosa—. ¿Todo bien?
Uno de ellos, el de menor estatura, respondió con una sonrisa casi forzada:
—Sí, todo correcto. Ya traemos las maletas, pero vamos a tomarnos unas cervezas. No veas lo que pesan…
Dos no… tres… Los huéspedes de Mas Torrencito y sus enormes maletas
Me detuve un momento a observar de cerca las maletas. Estaban hechas de un material oscuro y resistente, con pequeñas marcas de golpes o rasguños, como si hubieran pasado por un largo trayecto.
—Sí que son grandes —comenté, tratando de sonar despreocupado—. Ahí cabe una o dos personas, ¿eh? —añadí con tono sarcástico, intentando romper el hielo.
El hombre grande levantó la mirada y, con una media sonrisa inquietante, replicó:
—Incluso tres.
No pude evitar un escalofrío ante su respuesta, tan directa y fría. Antes de que pudiera reaccionar, Maky, nuestro perro más pequeño y más ruidoso, apareció ladrando como si hubiera visto al mismo diablo. Su ladrido agudo perforaba mis oídos, haciéndome apretar los dientes.
—¡Maky, calla! —le grité, intentando recuperar algo de control sobre la situación. El perro se calmó un poco, pero no dejó de ladrar completamente, mientras corría hacia las maletas y las olfateaba con una intensidad inusual. Los otros dos perros, Masto y Mastitwo, no tardaron en unirse a él, olisqueando frenéticamente alrededor de las maletas.
Lo que realmente me inquietó fue su reacción. No era el típico ladrido territorial que solían hacer cuando llegaban desconocidos. No, esta vez era diferente. Ladraban con una mezcla de miedo y alerta, una especie de advertencia. Sus ladridos no eran de agresividad, sino de pura ansiedad. Los perros parecían estar nerviosos, como si algo en esas maletas los perturbara profundamente.
Les dije a los perros que se fueran a dormir. Cada noche, a las ocho en punto, los enviamos a descansar al despacho de Mireia, donde tienen sus camas. Obedecieron con una obediencia casi mecánica, y uno tras otro subieron las escaleras, más rápido de lo habitual. Algo les había asustado.
Ramon, Blanca y Katy…. Los huéspedes de Mas Torrencito y sus enormes maletas
Decidí bajar al salón, donde Ramón y Blanca, nuestros huéspedes de confianza, ya estaban instalados. Ramón, aunque ciego, siempre tenía una intuición sorprendente para las cosas que pasaban a su alrededor.
—Ramón, ¿has visto algo? —le pregunté en tono jocoso, como si su ceguera fuera una mera broma entre amigos.
—¿Qué va, tío? Pero esos que han llegado, ¿de dónde son? —me preguntó, con ese tono de curiosidad que siempre mostraba.
—Del Este, diría yo. ¿Has oído su acento?
—Sí, tenía algo raro. Y uno de ellos es grandote, ¿no?
—Enorme. —Respondí mientras me recostaba en la silla—. Debe medir casi dos metros.
Aunque Ramón no podía ver, siempre acertaba. Tenía una percepción aguda, a veces incluso más afinada que la de cualquiera de nosotros. Blanca, con su visión reducida, simplemente asentía. Era como si ambos compartieran una extraña habilidad para captar lo que otros no podíamos.
Mientras charlábamos, llegó Katy, con su pijama de Mickey Mouse, y los ojos vidriosos, como si hubiera fumado algo que la mantenía en las nubes. Sus perros también empezaron a ladrar frenéticamente hacia las maletas, algo que me pareció inquietante.
—¡PEGOTE, calla! —gritó Katy, y luego soltó una risa ligera mientras se unía a la conversación.
Y se llevan las maletas….
Los dos hombres, mientras tanto, se levantaron para mover las maletas hacia la habitación. Estaban arrastrándolas, visiblemente agotados por el peso. Las maletas no eran solo grandes, eran pesadas. Katy, en su tono alto y despreocupado, gritó:
—¿Qué lleváis ahí, un muerto o qué?
Todos nos echamos a reír, aunque la broma dejaba un eco incómodo en el ambiente.
—¡Calla, Katy! —le dije, todavía sonriendo, aunque en el fondo la idea me revolvía el estómago.
Volví a la cocina para buscar tabaco y, mientras me asomaba a la terraza, vi a los dos hombres arrastrar con esfuerzo las maletas por el sendero que llevaba a la habitación 8. Se les oía murmurar algo en su idioma, y aunque no entendía ni una palabra, el tono parecía cada vez más alterado, casi frustrado. ¿Qué demonios llevan ahí?, me pregunté mientras encendía un cigarro.
Desde la terraza no podía ver el final del camino, pero escuchaba el sonido de las maletas al ser arrastradas, y cada tanto, algún murmullo más fuerte, como una blasfemia. Sentía la tensión en el aire, pero no podía poner el dedo sobre el origen exacto de mi inquietud.
La fosa séptica. Los huéspedes de Mas Torrencito y sus enormmes maletas
Cuando regresé a la terraza, Mireia ya se había unido a nosotros. Nos sentamos y, como siempre, empezamos a especular, a hacer lo que más nos gusta: cotillear.
—Esto es muy raro —comentó Mireia—. Seguro que traen cadáveres en esas maletas, los tirarán en la fosa séptica y se desharán.
—¡No seas macabra! —le dije, aunque la idea ya se había asentado en mi mente.
—Pues yo no lo veo claro —interrumpió Ramón, lo que provocó una carcajada nerviosa en todos.
Seguimos charlando, dejando que el nerviosismo se diluyera en bromas, hasta que de repente los dos hombres aparecieron por detrás del muro. Uno de ellos me miró fijamente y, con voz seria, dijo:
—Miguel, ven un momento.
CONNTINUARÁ… mañana….
Feliz Miercoles a todos! 😊 y mañana… MÁS
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