Algunas noches, el pensamiento me devora. Me cuesta dormir porque mi mente se enreda en cuestiones que, a simple vista, no tienen respuesta. ¿Y si todo esto fuera un algoritmo? ¿Y si cada decisión que tomamos desencadena una serie de eventos predefinidos, como si
A veces, la vida parece fluir con una precisión casi mecánica: hay días en los que todo encaja, en los que el universo parece estar a nuestro favor, donde cada pieza encuentra su lugar como si un engranaje perfecto moviera los hilos. Luego están esos otros días en los que todo se desmorona sin sentido, como si el código tuviera errores, como si alguien hubiera insertado un bug en nuestra existencia.
Me incliné sobre la barandilla de madera de MasTorrencito, mi casa rural en el Empordà. Desde allí, el paisaje se extendía en suaves colinas verdes, abrazadas por la brisa del Mediterráneo. Estábamos a veinte minutos de la Costa Brava, rodeados de naturaleza pura, en un lugar donde las personas y sus perros podían disfrutar sin preocupaciones. Un sitio libre de prejuicios, un refugio para almas que buscan tranquilidad.
Mientras observaba las estrellas, lancé una pregunta al aire:
—Si Dios existe, ¿por qué permite que su nombre sea usado para el horror?
No esperaba respuesta. Pero entonces, sin previo aviso, la noche cambió. Sentí una presencia junto a mí. No era una figura imponente ni una luz celestial. Era un susurro en el viento, un leve sonido de patas sobre la madera.
Giré la cabeza y allí estaba Manuela.
Su pelaje dorado reflejaba la luz de la luna y sus ojos, esos ojos que lo entendían todo, me miraban con la misma calma de siempre. No podía ser. Manuela había vivido más de 16 años en MasTorrencito. Se había convertido en su espíritu, su guardiana, su esencia. Pero hacía tiempo que había partido.
Y, sin embargo, allí estaba.
—¿Tú…? —susurré, sin poder terminar la frase.
Manuela se sentó con la dignidad de quien conoce todos los secretos del universo. Luego ladeó la cabeza, como solía hacer cuando esperaba que le hablara.
—¿Así que dudas de mí? —parecía decir su mirada.
Me pasé la mano por el rostro.
—No es que dude de ti, Manuela… dudo de todo. Miro el mundo y veo tanta injusticia, tanta crueldad en nombre de religiones, de dioses creados por los hombres. La humanidad ha usado a Dios para justificar guerras, asesinatos, abusos. ¿Cómo es posible que, si existe, permita todo eso?
Manuela entrecerró los ojos con serenidad.
—Siempre me culpáis a mí de lo que hacen los hombres —parecía responder.
—Venga ya —le dije, apoyándome en la barandilla—. Si un Dios todopoderoso existiera, no dejaría que pasaran estas cosas.
Manuela se levantó y caminó lentamente hasta el borde de la terraza. Se detuvo, olfateando el aire, sintiendo la brisa nocturna. Luego me miró de nuevo.
—¿Crees que el mundo es un tablero donde yo muevo las piezas a mi antojo? Si así fuera, ¿qué sentido tendría la vida?
Me quedé en silencio.
—Pero el algoritmo es injusto —insistí—. Hay gente buena que sufre y gente horrible que se sale con la suya. Si realmente hay un equilibrio, no lo veo.
Manuela se acercó y apoyó la cabeza en mi pierna.
—Porque solo ves la primera reacción de las cosas. Creéis que vuestros actos terminan cuando pasa su efecto inmediato, pero no es así. Todo lo que hacéis tiene consecuencias, aunque no las veáis. Un gesto de bondad hoy puede cambiar algo dentro de años, en un lugar donde ni siquiera estaréis para verlo.
Mi mente se quedó en blanco.
—¿Y entonces? ¿Qué hacemos?
Manuela se apartó y giró sobre sí misma antes de sentarse otra vez.
—Mírate a ti mismo. No esperaste un milagro, no te quedaste en la queja cuando viste que muchas casas rurales no aceptaban perros. No gritaste contra la injusticia sin hacer nada. Actuaste. Creaste MasTorrencito, un lugar donde la gente y sus perros pudieran estar juntos sin restricciones. Cambiaste tu propio algoritmo.
Parpadeé.
—Pero eso no cambia el mundo.
Manuela apoyó una pata sobre mi rodilla.
—¿Y qué es el mundo sino un cúmulo de pequeños cambios? En cada persona que llega aquí y siente paz, en cada perro que corre libre sin miedo a ser rechazado, en cada instante en que alguien se sienta en esta terraza y siente que ha encontrado un hogar lejos de casa… ahí es donde realmente existo.
Miré la casa. Dentro, los huéspedes reían y cenaban junto a sus perros, sin prisas, sin miedo a ser juzgados. Algunos canes dormían sobre alfombras, otros correteaban en el patio. MasTorrencito no era solo una casa rural; era un lugar donde las reglas del mundo exterior no tenían poder.
Manuela se levantó y caminó hacia el jardín, deteniéndose en el umbral de la luz y la oscuridad.
—Entonces… ¿Dios no es una entidad? ¿Es una acción?
Se giró una última vez.
—Soy lo que hacéis con lo que tenéis.
La brisa sopló suavemente y, cuando volví a mirar, ya no estaba.
No hubo relámpagos ni fanfarrias celestiales, solo el sonido del viento entre los árboles y el mar rugiendo en la distancia. Me quedé en la terraza, con la brisa nocturna acariciando mi rostro, observando el cielo estrellado.
Quizás Dios existía. Quizás no.
Pero si la vida era un algoritmo, entonces tal vez la clave no estaba en preguntarnos quién lo programó, sino en aprender a escribir nuestras propias líneas de código.
Y yo ya había empezado.
Y Manuela, con su espíritu eterno, seguiría cuidando de MasTorrencito, como lo había hecho siempre.
Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!
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Magnifica reflexión.Cada día con tus cuentos me haces SENTIR aveces,sonreir,aveces acordarme de mis peludos que ya no estan,pero siempre me tocas el alma.No dejes de escribir.Que tengas un buen día