Hay en la vida momentos que nos marcan para siempre, experiencias que nos transforman de una manera que solo aquellos que las han vivido pueden entender. Muchos pensarían que las figuras que más nos impactan son nuestros padres, hermanos, algún maestro inspirador o incluso algún personaje célebre. Pero en mi caso, esa figura no fue ninguna de esas. No. Quien realmente ha dejado una huella imborrable en mi alma es Manuela.

¿Quién es Manuela, se preguntarán? Aquellos que la conocieron saben bien de quién hablo, pero para los que no tuvieron el privilegio, permítanme contarles su historia. Manuela no es una persona, sino una pequeña perrita que, desde muy temprana edad, demostró una valentía y una voluntad de vivir que pocos humanos poseen.

Era apenas una cachorra cuando el diagnóstico llegó como un golpe traicionero: displasia galopante. Los veterinarios, con su conocimiento y experiencia, me aconsejaron lo que parecía inevitable: sacrificarla para evitarle sufrimiento. Pero yo, con el corazón desgarrado, me negué. No podía, no quería, y no iba a rendirme. Decidí que haría todo lo que estuviera en mis manos para darle a Manuela la oportunidad de vivir.

La búsqueda de soluciones nos llevó por un largo y arduo camino. Primero, consultamos a más veterinarios en la zona, sin mucho éxito. Luego, nos dirigimos al hospital de Sant Cugat, donde le colocaron unas prótesis —que, por cierto, aún deben estar allí—. Cuando eso no fue suficiente, cruzamos fronteras hasta llegar a Alemania, en busca de lo último en tratamientos para displasias. Y aún así, la batalla continuaba.

En medio de tanto trajín, comenzamos a llevarla a una esclusa en Orfes para que nadara. No tenía piscina en esos tiempos, pero no importaba, cualquier cosa era válida si le daba a Manuela una oportunidad. Poco a poco, el tiempo pasó, y contra todo pronóstico, Manuela se mantuvo fuerte. Sus patas podían no ser perfectas, pero su espíritu era indomable.

Pronto, se convirtió en la compañera inseparable de todos los que venían al río. No había cliente que no fuera acompañado por Manuela, como si ella misma los guiara por los senderos que tanto amaba. Era algo curioso, ver cómo todos la seguían, y no al revés. Manuela se había convertido en el alma de esos paseos, en la conexión entre el río, el Mastorrencito, y todos los que venían en busca de un momento de paz.

Pero como en toda historia, la vida tenía un giro inesperado reservado para nosotros. Un día, mientras estábamos en la terraza, un sonido espantoso rompió la tranquilidad. Un frenazo brutal, seguido de un impactante “PUUUUUUMMMMMMMMMMM”. El corazón se me detuvo. Salimos corriendo y, lo que vimos, nos heló la sangre. Manuela había sido atropellada. Su pequeño cuerpo había sido desplazado más de 20 metros. Todos decían lo mismo: “La han reventado”.

El dolor y el miedo me invadieron, pero no había tiempo para lamentaciones. Le pedí a mi vecino que me llevara a Banyoles, donde Fausto, nuestro veterinario de confianza, nos esperaba. Fausto era el único de aquella época que se sabía el nombre de todos mis perritos, y sabía que, si alguien podía ayudar a Manuela, era él.

Cuando llegamos, Fausto examinó a Manuela con seriedad. Sus palabras fueron un golpe en el alma: “Difícil, amic… muy difícil… prepárate para lo peor”. Pero en mi interior, algo me decía que Manuela no se rendiría tan fácilmente. Había superado tanto, había luchado tan valientemente, que no podía imaginar un final así para ella.

Y así, con el alma en un hilo, comenzó una nueva batalla por la vida de Manuela. Cada segundo se sentía eterno, cada minuto una eternidad. Pero Manuela ya había demostrado antes que los milagros son posibles.

El Milagro de Manuela: Una Historia de Resiliencia

A veces, la vida nos presenta milagros en las formas más inesperadas. Para mí, ese milagro tenía nombre, patas y una voluntad de hierro. Su nombre era Manuela, una pequeña perrita que no solo desafió las expectativas, sino que se convirtió en el ejemplo viviente de lo que significa luchar contra todas las adversidades.

Después del terrible atropello, cuando Fausto, nuestro veterinario de confianza, nos dijo que la situación era complicada, me preparé para lo peor. Pero había algo en mí que se negaba a aceptar ese destino para Manuela. Ya había demostrado una y otra vez que no era una perra cualquiera. Y efectivamente, contra todo pronóstico, Manuela se sobrepuso una vez más.

La trajimos a casa, aún sedada por los efectos de la intervención. Los clientes que la conocían bien, la rodearon con cariño, mimándola como si de un bebé se tratara. Y entonces, como si quisiera demostrar que aún tenía mucho por dar, Manuela se despertó de golpe. La dejamos en el suelo, con cuidado, temiendo que cualquier movimiento pudiera ser doloroso para ella. Pero Manuela, en su forma tan única, nos sorprendió a todos. Con su habitual determinación, se levantó y, tambaleante, fue directamente a buscar una piedra. ¡Increíble! Ahí estaba, como si nada hubiera pasado, con su espíritu indomable intacto.

Su recuperación fue asombrosa, pero Manuela nunca fue una perra común. Durante un par de años más, pasó por unas cuantas operaciones adicionales, debido a esas espigas malditas que se enredaban en su espeso pelaje. Cada verano, su peluquera venía puntualmente a recortarle las melenas, asegurándose de que no volviera a sufrir por esas pequeñas pero molestas complicaciones.

Pero la vida de Manuela estaba destinada a ser una montaña rusa de emociones. Una tarde cualquiera, mientras acompañaba a los clientes al río, recibí una llamada que me dejó helado. “Miguel, un tractor ha atropellado a Manuela…” Ufff, el miedo volvió a invadirme, recordándome aquel día fatídico del primer atropello. Manuela, junto con D. Markos, tenía la peligrosa costumbre de lanzarse hacia las ruedas de cualquier vehículo, y esta vez, había pagado un precio alto.

Salí disparado hacia los campos, con el corazón en la boca, temiendo lo peor. Cuando la encontré, estaba allí, quietecita, sin moverse, sin emitir ni un solo quejido. La recogí con cuidado y la llevé rápidamente a Fausto. Pero esta vez, incluso él estaba preocupado. “Yo no puedo… no estoy preparado para esto,” me dijo con sinceridad, su voz cargada de preocupación.

“No, Fausto. La operas tú, aunque tengas que ir a otro sitio, pero tiene que ser contigo. Manuela confía en ti,” le dije, con una determinación que casi igualaba la de mi pequeña perra. Fausto, sin poder creer lo que oía, aceptó mi petición. Preparó todo y se la llevaron a la clínica Canis. Sabía que la operación sería larga y complicada; me advirtió que probablemente Manuela no lo superaría, ya era mayor y sus huesos estaban gravemente dañados.

Pero yo solo podía repetir una y otra vez: “Es Manuela… ella puede.”

Y así fue. La operación fue un éxito, aunque le cortaron la cabeza del fémur, le pusieron alambres y más. Cuando la trajimos a casa, estaba exhausta, completamente dormida bajo los efectos de la anestesia. La arropamos con una mantita, con la esperanza de que su descanso le devolviera algo de fuerza.

A la mañana siguiente, lo increíble sucedió. Manuela, aún recuperándose de una cirugía tan invasiva, comenzó a ladrar, exigiendo que le abriéramos la puerta porque quería salir. “¡Pero si no puedes ni andar, burra!”, le dije con cariño, incapaz de creer lo que veía. Pero Manuela, en su habitual testarudez, insistió. Le abrí la puerta, y con un esfuerzo titánico, salió, se fue a su rinconcito y… ¡hizo sus cosas como si nada! Estaba asombrado. Grabé todo en video para Fausto, quien, al verlo, tampoco podía creerlo. En tres días, Manuela ya estaba acompañando a los clientes al río de nuevo, como si nada hubiera pasado.

Ya tenía unos 9 o 10 años, pero su espíritu seguía siendo el de una joven aventurera. Su fuerza de superación era increíble, algo que jamás había visto en ningún ser, humano o animal. Pero la historia de Manuela no termina aquí. Hubo más visitas a Fausto, más retos que enfrentar… pero eso, amigos, será parte del relato de mañana.

Manuela: La Inmortal de Corazón Valiente

Hay seres en este mundo que, contra toda lógica, desafían lo imposible. Manuela era uno de esos seres, un espíritu indomable envuelto en el cuerpo de una pequeña perrita. Después de su complicada operación, que parecía la última batalla de su vida, Manuela demostró que aún tenía mucho por vivir y enseñar.

Contra todo pronóstico, en menos de una semana, Manuela ya estaba de vuelta en su rutina, como si la vida no le hubiera lanzado uno de sus desafíos más duros. Volvía al río, correteaba, buscaba sus piedras con la misma energía de siempre. Era como si aquel atropello nunca hubiera sucedido, como si las heridas que en otros habrían requerido meses de recuperación, en ella fueran solo una molestia pasajera.

Lo más asombroso ocurrió cuando volvimos a Fausto para que le retirara los puntos de la cirugía. Al examinarla, Fausto se quedó sin palabras: ¡Manuela no tenía puntos! Se los había arrancado ella misma, y nosotros ni nos habíamos dado cuenta. Aquella perra no solo tenía una voluntad de hierro, sino que era tan astuta que había gestionado su propia recuperación a su manera.

Los años pasaron, y aunque las visitas a Fausto se convirtieron en algo rutinario debido a las malditas espigas y otras pequeñas complicaciones, nada parecía detener a Manuela. Cada operación, cada pequeño obstáculo, lo superaba con una fuerza casi sobrehumana. Con el tiempo, empecé a pensar que Manuela era inmortal.

Pero su inteligencia iba más allá de su capacidad para sanar. Era tan lista que había aprendido a abrir las puertas a contrapelo, algo que muchos consideraban imposible. Ponía su patita en el marco, tiraba hacia atrás, y a pesar de que la puerta tenía un supermuelle resistente, ella lograba abrirla. Nada podía impedir que saliera a jugar o que fuera la primera en recibir a los clientes. Siempre estaba atenta, esperando la llegada de alguien, y cuando se acercaba un coche, Manuela era la primera en alertarme con sus ladridos.

Manuela no solo era una compañera; se había convertido en el alma vigilante de nuestro hogar. Su capacidad para anticiparse a las necesidades de los demás, para estar siempre presente y atenta, era algo que nunca dejaré de admirar.

Cada día con Manuela era un recordatorio de la fuerza de la vida, de la capacidad de superar lo que parece imposible y de la alegría que podemos encontrar en las cosas más simples, como correr tras una piedra o recibir con entusiasmo a quienes amamos.

Manuela no solo vivió, sino que vivió plenamente, como si cada día fuera una nueva oportunidad para disfrutar de lo que la vida le ofrecía. Su historia es un testimonio de lo que significa tener un corazón valiente, uno que no se rinde ante ninguna adversidad.

Y aunque parecía inmortal, lo que realmente la hacía especial era su capacidad para vivir con una energía y una pasión que pocos seres tienen. Manuela fue, y siempre será, un milagro viviente, un ejemplo de que la vida, con todo lo que trae, merece ser vivida al máximo, cada día, cada momento.

La Reina de Mas Torrencito: La Historia de Manuela

Y llegó el momento en que la madurez se asentó sobre Manuela, esa perrita que desafió el tiempo y las adversidades con una valentía insuperable. Porque, aunque a veces lo olvidemos, los años no pasan en balde, y nuestros queridos compañeros, esos que un día llegaron a nuestras vidas como pequeñas bolitas de pelo, eventualmente se convierten en venerables ancianos. Manuela no fue la excepción.

A veces, cuando bajaba a las cinco de la mañana, todavía «la veía» tumbada en su sofá favorito. Pero, claro, eso era solo un decir, porque si había clientes, Manuela no estaba en nuestra habitación, sino en cualquier otra. Bien podría haberse ganado el título de «Manuela, la Reina de las Camas», porque las probó todas, como si cada una de ellas fuera su trono personal.

Tuvo la fortuna —y yo también— de estar rodeada de amigos buenísimos que la trataron como lo que realmente era: una reina. No exagero cuando digo que Manuela fue, probablemente, la perra más fotografiada de Mas Torrencito. Si no fuera por la era digital, habría gastado incontables carretes de fotos. Cada visitante tenía una imagen de ella, un recuerdo grabado de esa pequeña reina de corazones.

Pero, como todo lo que es hermoso, su tiempo también llegó. Aunque nunca pensamos que ese día realmente llegaría. Un año atrás, ya temíamos que no soportaría el verano, con el calor y sus patitas cansadas. Pero, como siempre, Manuela nos sorprendió, dándole «tres pases y dos capotes» al verano y enviándolo al cuerno. Y así, llegó el otoño, y luego el invierno.

Durante ese último invierno, subir escaleras se convirtió en un desafío para ella. Así que hicimos lo necesario: cerramos una habitación con terraza para que pudiera entrar y salir a su antojo. Todo el invierno, con las puertas abiertas, porque si algo tenía Manuela, era su terquedad. Salía por la habitación 9, junto a la cocina, pero nunca entraba por allí. Como la reina que era, exigía entrar por la puerta principal. Y allí estaba, en las escaleras, haciendo su característico «GUAUUU GUAUUUU», esperando que bajara para ayudarla a subir. Pero la muy lista, una vez arriba, no se quedaba quieta; se iba de vuelta a la habitación 9, como si fuera un juego que solo ella entendía.

Y así pasó el invierno, y la primavera llegó, trayendo consigo el inevitable paso del tiempo. En mayo, ya no pudo más. Pero incluso en sus últimos días, Manuela seguía paseando con sus amigos, durmiendo en la cocinita o en cualquier sofá que encontrara libre, o incluso con algún cliente afortunado. Y, aunque cueste creerlo, a veces, dependiendo de quién llegara, todavía daba pequeños saltos de alegría, y yo le decía: «¡Manu, para, que se te va a salir la cadera!», entre risas y lágrimas.

Manuela se fue apagando poco a poco, pero nunca dejó de tener esas ganas de vivir que la habían definido desde el principio. Hasta el último día, cuando decidí llevarla a Judith, su veterinaria en los últimos años. Con Judith, solíamos bromear sobre cuándo sería el momento de Manuela, pero la verdad es que Manuela superó a todos sus hermanos: Max, Markos, Mastin, Martina… Ella fue la última superviviente de nuestros comienzos.

Hasta el último año, no había ni un solo cliente en Mas Torrencito que no la hubiera conocido. Y, con su instinto infalible, Manuela se convirtió en la detectora oficial de «capullos y estúpidos». No había aparato más preciso que ella; si no se acercaba a alguien, era una señal clara: malo. Y estoy seguro de que todos los clientes que me leen ahora estarán de acuerdo. Porque todos ellos fueron sus amigos. Manuela nunca estuvo sola, ni lo estará.

Si existe un Dios, perruno o humano, estoy seguro de que Manuela estará a su derecha, pidiéndole que le tire una piedra. Porque su historia no acaba aquí, no en este escrito, y desde luego, no en mi mente. Manuela siempre, siempre, estará conmigo y con Mas Torrencito.

Ciao, bella princesa.


Desde Mas Torrencito os deseamos un buen día y que vuestr@s perr@ os acompañe!!!!

—–
Si quieres, podeis ver nuestros bonos para fines de semana, bonos jubilados ,a un precio increíble..entra en www.mastorrencito.com o si quieres podéis leer más historia y anécdotas que nos han pasado en Mas Torrencito… Haz click aqui 

COMPARTIR

2 comentarios

  1. Miguel.. es un relato lleno de amor y de ternura… Como se nota que la quisistes muchisimo… Espero que este en el cielo de los perritos jugando consus piedras

Deja un comentario