Mira que he visto cosas… pero lo del otro día, se supera.

Clientes de fuera. Llegan. Maleducados no… lo siguiente.

La reserva se la hace la hija —imagino que porque ella suelta la pasta— y, cómo no, pilla la habitación más barata.

Lo primero que hacen al llegar: ponerse a tocar el claxon como si no hubiera un mañana. Ellos deben pensar que vivo mirando por la ventana… pero va a ser que no. Lo que sí noté fue a los perros alterados, pero pensé que serían caballos por la zona, como siempre. Aun así, bajo al patio… y ya empiezo a oírlos. Subo, abro la puerta y me encuentro al fulano haciendo aspavientos, con cara de malas pulgas.

Me suelta algo en inglés —ni idea qué—. Me acerco y le pregunto qué pasa. Me dice, indignado, que lleva 20 minutos esperando. Sin decirle mucho, le señalo un cartel de 2 metros que tiene delante con el teléfono bien clarito. Le pregunto si tiene reserva. ¿A nombre de quién?

Me suelta un nombre. Miro. No lo tengo.

—No tengo ninguna reserva con ese nombre.

—¿Cómo que no? ¡Seguro que sí!

—Pues no señor. Mire, estos son los clientes que llegan hoy. Usted no está.

Entonces me señala con el dedo una reserva a nombre de una chica. Bingo. Su hija.

—Ahhh, vale. Yo le he enviado a su hija un WhatsApp con todos los datos y códigos de acceso.

—¡A mí no me ha dicho nada!

—Bueno, como comprenderá, ese no es mi problema. Es suyo.

La mujer, mientras tanto, escondiendo la cara.

—Pues hable usted con su hija. ¿Qué quiere que le diga? Aparquen y bajen.

Cuando no hay cerebro hay mala educacion.... By masTorrencito

Bajan. Y ¿qué hacen? En lugar de ir al parking, aparcan en la misma entrada, como si fueran reyes. Se bajan y empiezan a rajar. Los perros ladrando, oliéndolos, y el tío apartándolos de malas maneras.

—¡Dígale a sus perros que me dejen en paz!

—Mire, señor… creo que su hija se ha equivocado al hacer la reserva…

Baja la mujer y en tres segundos se pone a gritar:

—¡¿Qué es esto?! ¿Dónde estamos? ¿¡La selva!? ¡AYYYYYY!

Silbo a los perros, que pasan de ellos. Les pregunto qué quieren hacer.

—Ya que estamos aquí… veamos el hotel.

—No, señor. Esto no es un hotel.

—¿Entonces qué es?

—Una masía para mascotas… que acepta personas.

—Pero qué tonterías dice…

Agarro el móvil, abro Booking, y les enseño exactamente lo que su hija contrató. Se quedan mirando.

—Bueno, enséñenos la casa.

Yo ya sabía que no les iba a gustar. Menos con esas maneras. Pero bueno.

Les enseño la casa. Su hija había elegido la habitación más barata. Segunda planta, sin ascensor. Y mira si será por opciones… que tenía un montón vacías. Pero por mis cojones, les di la que eligió. Como había dos iguales, les puse la de la cama más pequeña.

Les costó subir las escaleras. Cuando llegaron, la mujer sudando como si hubiera subido un puerto de montaña.

Y va el tío y me suelta:

—¿Y no hay otra habitación?

—Sí, claro.

—Pues cámbiamela.

—Sin problema. Pero el precio es otro.

—¿Y a ti qué más te da, si tienes varias?

—Pues lo mismo que a su hija. Podía haber elegido otra… ¿no?

Se quedó seco.


Total, después del numerito inicial, accedo a enseñarles otras habitaciones. A ver si así se calman.

Primero les muestro una en la planta baja, más grande, con acceso directo al jardín. Frunces de cejas. Silencios incómodos. Luego otra, con cama king size y baño privado. Más frunces. Más suspiros. La mujer ya en modo drama, tocando las paredes como si olieran mal.

Al final, después de haber desfilado por todas, ¿cuál eligen?

La suite. Por supuesto. La más cara.

Les recalco el precio (por si les había pasado por alto ese pequeño detalle). Dicen que sí. Que ya que están aquí, que sea lo mejor.

Diez minutos. DIEZ.

Eso tardan en llamarme.

Bajo pensando que algo se han dejado o que quieren más almohadas… y me sueltan, indignados:

—¡Esto es intolerable! ¡No nos vamos a quedar aquí! ¡Nos han engañado! ¡Vamos a poner una queja por estafa!

Ni un gracias, ni un lo siento, ni un adiós. Cogen las maletas, las arrastran hasta el coche y se largan. Yo, flipando. Me doy media vuelta y me vuelvo para casa.

Y cuando por fin creo que me he librado del circo… otra vez los pitidos.

Claxon. Más claxon. Bajo otra vez, ya sin ganas de vivir, y ¿qué me encuentro?

El tío, bajando la ventanilla a lo mafioso:

—¡Abre la puta puerta!

Respiro hondo. Y le señalo, con calma (o lo más parecido a calma que me queda), una viga amarilla fosforito, a un metro suyo, con el botón de apertura.

No la había visto. Normal. Está justo delante de sus narices.

Baja del coche con la misma mala leche de antes, pega un empujón al portón, sube, arranca de golpe, acelera como si estuviera en la Fórmula 1… y ZAS.

Le mete tal acelerón que el coche derrapa y se raspa todo el lateral con la columna de hormigón.

¿Qué crees que hizo?

¿Paró? ¿Bajó a ver los daños?

NO.

Ni una mirada atrás. Se fueron. Así, como vinieron. Con ruido, con soberbia… y dejando un arañazo de recuerdo.


Reflexión:


Y luego dirán que el problema es que el turismo rural no funciona, que si falta hospitalidad, que si no cuidamos al visitante…

No. El problema real son los que confunden pagar con poder pisotear. Los que llegan creyendo que han reservado un resort de lujo cuando en realidad no han leído ni una línea de la reserva. Los que no preguntan, no escuchan y encima exigen.

Y lo peor no es que rocen una columna con el coche. Es que te rocen la paciencia, te rayen el día, te falten al respeto como si eso viniera incluido en el precio. Porque lo material se arregla. Pero el mal rollo que te dejan… eso no hay plataforma de reservas que lo compense.

Así estamos. A veces con buena gente, que la hay, y otras con especímenes como estos. Pero bueno… esto es una masía para mascotas que acepta personas. El problema es cuando vienen personas que no llegan ni a eso.


Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!

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