Era un día típico de invierno en Mas Torrencito, la casa rural donde los perros son los verdaderos protagonistas y las personas tienen el privilegio de ser aceptadas. Vinos y risas en Mas Torrencito
Afuera, una lluvia torrencial azotaba el paisaje. La chimenea en nuestra cocina estaba encendida desde temprano, y el ambiente olía a madera quemada, pan recién tostado y ese aire acogedor que tanto nos gusta en días lluviosos. Todo parecía ser una jornada tranquila, pero con los huéspedes que teníamos ese día, nada podía mantenerse «tranquilo» por mucho tiempo.
Los huéspedes y su carlino
Los únicos huéspedes de ese día eran una pareja de lo más peculiar que había llegado la noche anterior con su carlino, Aristóteles. Desde que entraron, ya se notaba que no eran los típicos turistas: ella, con una botella de vino en la mano como si fuera un accesorio de moda; él, cargando una bolsa de quesos que claramente iba a ser protagonista en la noche. Aristóteles, mientras tanto, se movía por la casa como si fuera suyo, explorando cada rincón con su carita arrugada y aire de sabelotodo.
«Espero que no os moleste que nos hayamos traído algo para la cena», dijo ella, sonriendo con una mezcla de picardía y entusiasmo. Mireia y yo, acostumbrados a la espontaneidad de nuestros huéspedes, les dimos la bienvenida con los brazos abiertos. Después de todo, cuando la cocina se convierte en el centro de la acción, siempre hay risas garantizadas.
La lluvia y los primeros brindis. Vinos y risas en Mas Torrencito
La lluvia no daba tregua. Desde las ventanas de la cocina, se veía cómo las gotas golpeaban con fuerza los cristales. Nuestros perros estaban algo inquietos por no poder salir al jardín, especialmente Markos, que siempre necesita acción. Manuela, en cambio, estaba feliz en su esquina favorita junto al fuego. Aristóteles, fiel a su nombre, estaba sentado dignamente en una silla como si fuera un invitado más, observando todo con esa seriedad absurda que solo los carlinos pueden tener.
Empezamos la noche con vino, claro. «¿Qué mejor forma de sobrellevar un día lluvioso?» dijo él, sirviendo generosamente las primeras copas. Mireia y yo nos miramos y nos reímos; sabíamos que esa noche sería todo menos aburrida. La pareja traía consigo un humor tan ligero y contagioso que incluso los perros parecían relajarse.
La cena en nuestra cocina: un caos encantador
La cena fue completamente improvisada, como suelen ser las mejores. Mientras ellos sacaban su queso y su pan, Mireia y yo preparamos una tortilla de patatas y unos embutidos locales. Entre risas, alguien sugirió que Aristóteles debería probar un pedacito de queso. «Solo un poquito, es gourmet», dijo ella con un tono falso de seriedad, mientras el carlino ya lamía sus labios en anticipación. Por supuesto, los demás perros no tardaron en darse cuenta y se acercaron con ojos suplicantes. Mamás, la más veterana, incluso se levantó de su lugar habitual, algo que no hacía por cualquier cosa.
La cocina se llenó de caos: Markos saltaba intentando alcanzar algo del pan, Manuela insistía en meter la nariz en la tortilla, y Masto perseguía a Aristóteles, que había tomado un trozo de queso y se escabullía con una sorprendente agilidad para su tamaño. Mireia y yo intentábamos mantener el control mientras la pareja reía a carcajadas. «Esto es mejor que cualquier cena en un restaurante», dijo él, mientras intentaba rescatar un trozo de jamón de las fauces de Markos.
El momento cumbre: las risas y los brindis. Vinos y risas en Mas Torrencito
A medida que la noche avanzaba y el vino seguía fluyendo, las historias se volvían cada vez más absurdas. La pareja contaba anécdotas de sus viajes: la vez que perdieron el coche en un pueblo pequeño de Italia, o cuando Aristóteles se quedó atascado en una puerta giratoria en un hotel de lujo. Entre cada historia, brindábamos: por la lluvia, por los perros, por la vida. Aristóteles, que ya estaba claramente en su elemento, se había acomodado en un cojín junto a la chimenea, mientras Manuela lo observaba con una mezcla de envidia y respeto.
En un momento dado, alguien propuso un juego: cada vez que uno de los perros hiciera algo gracioso, teníamos que brindar. Fue un error, porque entre Markos saltando sobre las sillas, Manuela intentando robar pan, y Masto persiguiendo su propia cola, las copas no dejaban de levantarse. Incluso Mamás, que usualmente mantenía su dignidad intacta, decidió unirse al espectáculo ladrando a la lluvia como si quisiera retarla a un duelo.
El diluvio y el paseo imposible
Hacia el final de la noche, alguien (no recordamos quién) tuvo la brillante idea de salir al jardín a «disfrutar de la lluvia». En circunstancias normales, habría sido una locura, pero con el ambiente que teníamos, sonó como el plan perfecto. Armados con paraguas, botas de agua, y bufandas, nos aventuramos afuera con los perros. La lluvia seguía cayendo con fuerza, y el barro hacía que caminar fuera un desafío.
Aristóteles, a pesar de llevar un impermeable especialmente diseñado para él, se plantó en la puerta y se negó a salir. Los demás perros, sin embargo, estaban en su elemento: Markos corría como un loco, salpicando a todos; Masto se revolcaba en el barro como si fuera un spa; y Manuela encontró un charco tan profundo que casi desaparece en él. Mireia y yo intentábamos mantener el equilibrio, mientras la pareja, completamente empapada, no dejaba de reír.
El momento más divertido llegó cuando él, intentando rescatar a Masto de un charco especialmente fangoso, terminó resbalando y cayendo de espaldas. «¡Esto no pasa en los documentales de viajes!», gritó entre risas, mientras Aristóteles, desde la puerta, lo miraba con la misma expresión de desaprobación que usaría un profesor con un alumno problemático.
El regreso a la cocina y el final perfecto. Vinos y risas en Mas Torrencito
Completamente empapados, regresamos a la cocina, donde la chimenea seguía ardiendo y el vino nos esperaba. Los perros estaban agotados después del caos en el jardín, y uno a uno se fueron acomodando en sus lugares favoritos. Incluso Aristóteles, que había mantenido su dignidad intacta, terminó acurrucado junto a Manuela en una manta.
La noche terminó con nosotros sentados alrededor de la mesa, brindando una vez más. «Esto es lo que hace especial a este lugar», dijo ella, levantando su copa. Mireia y yo asentimos, sonriendo. En Mas Torrencito, incluso el día más lluvioso y aparentemente ordinario puede convertirse en una noche inolvidable llena de risas, vino y caos adorable.
Cuando finalmente se fueron a dormir, dejando a Aristóteles roncando plácidamente, Mireia y yo nos quedamos un rato más en la cocina, rodeados del desorden que dejaba una noche perfecta. «Esto sí que es vida», dije, y ella respondió con una sonrisa: «Y esto, Mas Torrencito».
Desde Mas Torrencito os deseamos un buen día y que vuestr@s perr@ os acompañe!!!!
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