Nada más llegar, Francesc y Dolors desprendían una calma especial que nos contagió a todos, incluso a los perros, que suelen estar en alerta cuando llega alguien nuevo. Aprendiendo a disfrutar de Mas Torrencito
Sin embargo, esta vez fue diferente. Apenas vieron a nuestros visitantes, se fueron corriendo hasta el parking y los esperaron, sentados y tranquilos, como si supieran que estaban frente a amigos de toda la vida.
Bajaron a la terraza, y venían acompañados de sus dos perros, una pareja de Pastores Catalanes o “Gossos d’Atura,” como les llaman en su tierra. Estos eran perros adorables, simpáticos, y transmitían una bondad enorme. Al acercarse, sus perros no tardaron en sumarse a la fiesta. Allí estábamos, y la bienvenida fue inmediata: saltos, lametones y movimientos de cola que parecían un concierto de felicidad.
En cuanto se acomodaron, los perros, como siempre, empezaron a hacer de las suyas. La Mamas, mi perra más mimosa, se acercó de inmediato, con la mirada fija en Dolors, como si le estuviera pidiendo algo. Dolors la acarició y, entre risas, le dijo:
—¿Qué quieres, preciosa? ¿Una chuche? —y en un segundo sacó una de su bolso.
La Mamas, como si entendiera perfectamente, movía la cola, feliz, y se la comió sin perder detalle. El Masto, por otro lado, estaba especialmente interesado en Francesc y comenzó a rascarle la pierna suavemente, pidiendo atención. Francesc sonrió y, agachándose, le rascó detrás de las orejas, a lo que el Masto reaccionó echándose de espaldas, patas arriba.
—¡Vaya, creo que me he ganado un amigo! —dijo Francesc entre risas, mientras seguía acariciando a Masto.
Los perros parecían estar en su propio paraíso; algunos, como Maky y Mastitwo, se dedicaron a ir y venir entre los huéspedes, mientras otros se lanzaban a buscar piedras para que se las lanzaran, o se acercaban a pedir chuches como si supieran que Francesc y Dolors traían algo especial. Al rato, Francesc me miró divertido y comentó:
—Miguel, estos chicos saben lo que quieren. No sé cuántas veces he lanzado esta piedra ya —decía riendo, mientras el Maky volvía una y otra vez, dejándole la piedra a sus pies.
Nos dirigimos entonces a hacer el recorrido por el lugar, enseñándoles cada rincón. Les mostré el bar, el chillout, los salones comunes y el comedor, y ellos parecían más encantados a cada paso.
—Esto es precioso —comentaba Dolors en cada sala—, ¡no podría imaginar un sitio mejor! —decía mientras acariciaba a la Mamas, que la seguía como si fuera su sombra.
Finalmente, llegamos a la habitación, y los perros nuestros y los suyos entraron como si fuera su propio espacio. Francesc y Dolors miraron a su alrededor y suspiraron.
—Qué bonito… Esto es el paraíso —dijo Dolors, emocionada.
Yo, siempre preocupado por los límites y las costumbres, intenté que mis perros salieran:
—Masto, Maky, Mamas… fuera, fuera de la habitación, por favor —dije tratando de ordenar un poco.
—¡No, no! —exclamaron al unísono Francesc y Dolors—. Déjalos, por favor. No nos molesta, nos encanta. Es más, ¡que se queden!
las cosas pequeñas. Aprendiendo a disfrutar de Mas Torrencito
Y ahí se quedaron. Seis perros, entre los suyos y los nuestros, jugando como si todos fueran una gran familia. No pasó mucho tiempo hasta que volvieron a la terraza, donde estábamos reunidos con un grupo de amigos. En la mesa estábamos Mireia, Ramón y Blanca, que son ciegos, Jordi y Yolanda, de Volovi d’Onya, y también Isa, Vicent y yo. Se respiraba un ambiente de confianza y camaradería que solo esos lugares especiales y ciertos tipos de personas pueden generar.
Francesc y Dolors, con la misma naturalidad, nos preguntaron:
—¿Nos podemos sentar aquí?
—Claro, aquí cabemos todos —les respondí.
Ya todos acomodados, Mireia trajo unas cervezas y unos chips para la mesa, y Francesc, mirando alrededor, no pudo evitar sonreír.
—¡Esto sí que es el paraíso! —exclamó.
Ramón, riendo, agregó:
—Bueno, ¡es el paraíso perruno!
—Pues eso —contestó Francesc entre carcajadas—, ¡el paraíso perruno y cervecero!
Todos reímos a carcajadas, brindando con las cervezas que teníamos en mano. Los perros, como si entendieran nuestra alegría, corrían de un lado a otro y nos miraban, esperando con impaciencia que alguien les lanzara alguna piedra o les diera alguna otra chuche. La Mamas, siempre atenta, no se despegaba de Dolors, y Mastitwo le acercó su pata a Francesc en un gesto casi solemne.
Francesc, entre una charla y otra, me preguntó:
—Miguel, ¿cómo se te ocurrió montar este paraíso?
Tomé un sorbo de cerveza, miré a los perros que se acomodaban a nuestro alrededor y sonreí.
—La verdad es que Mas Torrencito ha ido surgiendo de a poco. Empezó con la idea de que solo personas con perros, o que amaran a los perros, fueran nuestros huéspedes. Sabía que podía ser difícil, pero quería que fuera un espacio donde tanto ellos como sus mascotas se sintieran libres y a gusto, sin las restricciones típicas que suele haber en muchos lugares.
Dolors, acariciando a Mamas, asintió con una sonrisa y comentó:
—Eso limita un poco, ¿no?
—Sí, claro, pero para mí vale la pena. La gente que ama a sus perros o los respeta tiene algo especial, y aquí hemos creado como una pequeña comunidad con esa misma filosofía.
Francesc asintió, miró a los perros que ya estaban completamente integrados y dijo:
—Tienes razón, Miguel. La gente que tiene perros… es mejor. Comparten otra sensibilidad.
En ese momento, me levanté para servir otra cerveza y, desde el tirador, observé la escena. Allí estaban, humanos y perros, reunidos, riendo, compartiendo chistes, historias y experiencias de vida. Parecían una familia, como si hubieran llegado todos juntos y estuvieran unidos desde siempre. La paz que transmitía ese grupo era abrumadora, y no pude evitar sentir una gratitud profunda por esos momentos de conexión.
Al final de la noche, Francesc, levantando su vaso, hizo un último brindis:
—Por los amigos, por los perros y por Mas Torrencito, el paraíso perruno.
Todos alzamos las copas y brindamos entre risas y ladridos de alegría.
Esa noche quedó grabada en mí, no como una simple anécdota, sino como un recordatorio de que la felicidad se encuentra en los detalles más pequeños, en una charla sin prisas, en el sonido de las patas sobre el suelo, en la risa compartida y en la tranquilidad de saber que estamos rodeados de quienes valoran las mismas cosas. Porque, al final, ser feliz es eso: permitirse disfrutar de la calma, de la compañía y del presente, sin preocuparse por el mañana. Y en Mas Torrencito, esa noche, todos, perros y personas, encontramos un poquito de ese paraíso que todos merecemos
Reflexión Personal
Hoy es sábado, 9 de noviembre. Debería ser un fin de semana con la casa llena, pero aquí estoy, en un fin de semana con la casa medio vacía. No sé si en un rato llegará alguna reserva. Puede que sí, puede que no. Mi cuenta en el banco tiene más números rojos de los que quisiera pensar… Supongo que es una de esas épocas en que todo aprieta. Sé que vamos a salir de esta, como tantas otras veces, pero confieso que da miedo. Estar revisando la cuenta del banco todos los días a las cinco de la mañana y preguntarme si podré hacer frente a los pagos… es angustiante.
Y, en medio de estos pensamientos, me digo: “Bueno, Miguelito, no te quejes… podría ser peor.” Me acuerdo de Valencia, y entonces, ¡me llega un chute de adrenalina! Me despierta la cabeza, y empiezo a pensar qué podría hacer para generar más ingresos. Y, de repente, ¡clic! Se me acaba de ocurrir una idea. No sé si será buena o mala, pero ya me diréis vosotros. Lo que sí sé es que os gustará. Os encantará hacer este regalo.
Os prometo que la próxima semana lo tendré preparado, y veremos si funciona… esperemos que sí. Yo confío en vosotros. ¡Jajajajaja!
Desde Mas Torrencito os deseamos un FELIZ JUEVES!!! y que vuestr@s perr@s os acompañe!!!!
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