Hace años, en un tranquilo viernes al mediodía, sucedió uno de esos episodios que, por más que pase el tiempo, aún resuena en mi memoria. Como cualquier otro día, estaba en la recepción de nuestra acogedora casa rural, charlando con Manuela y Markos, mis compañeros de trabajo y, a ratos, los mejores aliados para pasar el rato entre risas. Sin embargo, mi paz se interrumpió cuando un coche entró al aparcamiento y, casi antes de que pudieran detener el motor, vi a un hombre que salía con prisa, con una expresión en el rostro que gritaba “catástrofe”.
La mala educacion.
Me acerqué a recibirlo, listo para el típico intercambio cordial, pero apenas abrí la boca, el hombre se plantó frente a mí, y con un tono de voz que podría haber resonado en el siguiente pueblo, me espetó:
—¡¿Pero qué es esta mierda?!
El saludo quedó atrapado en mi garganta. Parpadeé un par de veces, procesando la escena: el hombre, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido, me miraba como si hubiera destruido su mundo. Atrás, su esposa estaba medio salida del coche, como quien está lista para reforzar la ofensiva en cualquier momento.
Intentando mantener la calma, respondí con un cortés:
—¿Perdón?
Él no se molestó en rebajar el volumen.
—¡Esto es una estafa!
Me crucé de brazos y decidí abordarlo con calma; al fin y al cabo, parecía uno de esos clientes “peculiares”.
—Disculpe, señor… ¿podría explicarme un poco de qué habla?
Él suspiró con frustración y puso los ojos en blanco, como si explicar su queja fuera en sí una carga.
—¡Pues que yo he reservado en Mas de Torrent y allí me dicen que la reserva es aquí!
Asentí lentamente, tratando de digerir la absurda mezcla de enfado y expectativas rotas que este hombre traía. Manuela y Markos estaban a mi lado, tratando de contener la risa. Mientras tanto, yo, con una profesionalidad que casi rozaba el sarcasmo, mantuve el tipo y le dije:
—Vaya… eso sí que es extraño. Déjeme ver la reserva, ¿le parece bien? ¿A nombre de quién está?
—A mi nombre, claro —me respondió con brusquedad—. Josep Bonaire García.
Tecleé en el sistema, buscando su reserva, y ahí estaba. Pero no en el lujoso Mas de Torrent, sino en nuestra querida casa rural. Y no sólo eso, sino que su reserva era con un vale de «La Vida es Bella» que incluía alojamiento y desayuno. Un modesto paquete de 79,99 euros. Disimulando la ironía en mi voz, le informé:
—Sí, aquí está, señor Bonaire. Usted tiene una reserva en nuestra casa rural, a través de un vale de “La Vida es Bella”, con alojamiento y desayuno, valorado en… —le miré con una ceja arqueada, como para darle el toque dramático—… 79,99 euros. ¿Es correcto?
Por un momento, su indignación se apagó. Me miró, perplejo, y algo en su expresión me dijo que acababa de recibir el primer golpe de realidad. Con voz mucho más baja, respondió:
—Eh… sí… supongo que sí.
—Perfecto, entonces —le dije, fingiendo una amabilidad impecable—. ¿Cuál es el problema?
Él tragó saliva, aún procesando. Después de todo, él y su esposa, ataviados con ropa elegante, tal vez esperaban encontrarse en un lugar de lujo, y el contraste con nuestra casa rural debía estar doliéndole en el alma.
—Bueno… —balbuceó, intentando encontrar las palabras adecuadas—. Yo… creía que era en Mas de Torrent.
—Ah, entiendo. Bueno, si lo desea, puedo ayudarle a solucionarlo. —Y con un tono lleno de buena disposición añadí—. ¿Quiere que intente contactar con ellos?
A él le cambió la cara. Tal vez creyó que estaba a punto de salvar su día, que estaba frente a alguien que iba a hacer todo lo posible por cumplir sus sueños de lujo. Así que, con tono de alivio, respondió:
—¿De verdad?
—Por supuesto. Déjeme llamarles para ver si tienen disponibilidad, ¿le parece bien?
Me aparté unos pasos, fingiendo marcar en el teléfono, e hice un teatro completo. «Hablé» con la recepción de Mas de Torrent, aquel lujoso hotel de encanto rústico que, en realidad, cobraba más de 600 euros por noche. Les informé, como si fuera el mejor de los favores, que había hecho las gestiones para él. Cuando volví a la recepción, mi expresión era seria, como si acabara de lograr una gran hazaña.
—Señor Bonaire, ¡qué suerte! Tienen dos habitaciones disponibles para esta noche.
Él y su esposa se miraron, sus rostros se iluminaron con la alegría de los triunfadores. Estaban convencidos de que habían logrado algo grandioso.
—Oh, qué bien, ¡muchas gracias! —exclamaron, casi al unísono.
—Sí, y les han hecho el favor de aceptar su vale. Solo tendría que abonar 530 euros adicionales.
El cambio en sus expresiones fue tan instantáneo que hubiera sido digno de una película. Los dos se miraron, incapaces de procesar lo que acababan de escuchar. La sonrisa de ella se desmoronó, y él, con voz ahogada, exclamó:
—¿Qué está diciendo? ¿Que tengo que pagar… esa pasta?
—Pues claro, es lo que cuesta una noche en Mas de Torrent. ¿No pensará que puede alojarse en un hotel de lujo con un vale para una casa rural, verdad? No me diga que se ha confundido de sitio.
—¡El nombre es igual! —protestó él, aferrándose a la última excusa que le quedaba.
—Bueno, casi igual, le concedo. Pero ellos están en el pueblo de Torrent, y nosotros en Parets d’Empordà. Es una confusión común… Incluso podría haber terminado en el Torrent de Valencia, eso sí que habría sido una sorpresa, ¿verdad?
Su cara pasó de la furia a la frustración, y vi cómo el rubor subía por su cuello. Sabía que estaba cerca de explotar. Su esposa, con una mano en el brazo de su marido, parecía estar conteniéndolo.
—Entonces… ¿qué hacemos? ¿Quiere ver su habitación o… prefieren retirarse?
Él, con un último intento de dignidad, me miró con desprecio y dijo:
—Déjeme hablar con mi señora.
—Perfecto. Les espero dentro —dije, con una sonrisa demasiado amable.
Les dejé espacio, sabiendo que, en su mente, probablemente estaban debatiendo entre quedarse en nuestra modesta casa rural o irse con algo de dignidad. Pasaron diez, quince minutos. No se veía señal de ellos. Salí al jardín y, para mi sorpresa, vi que su coche ya no estaba. Se habían marchado sin decir una palabra.
Apenas unos minutos después, sonó el teléfono. Era “La Vida es Bella”, y la chica al otro lado de la línea me preguntó si autorizábamos la cancelación de su reserva. Me reí para mis adentros y respondí:
—Claro, dígales que cancelen sin coste, pero, por favor, que la próxima vez se tomen un minuto para leer antes de decidir. Ah, y que intenten ser un poco más educados.
La chica soltó una risa. No era la primera vez que hablábamos sobre situaciones así, y siempre encontraba algo de humor en estas anécdotas.
Suspiré, pensando que al menos ya había terminado la jornada, cuando, de pronto, una limusina negra, larga como un día sin pan, apareció en el aparcamiento. Esta vez, sentí un escalofrío. “¿Otra vez?”, pensé, preparándome para lo peor. Me acerqué a la ventanilla del conductor, quien me saludó con una sonrisa amable.
—Buenas tardes —me dijo—. Creo que me he equivocado de sitio.
—Casi seguro que sí —le respondí, relajado al ver su actitud.
La puerta trasera se abrió, y de un lado salió un señor mayor con porte elegante, y del otro, una señora igualmente distinguida. Se miraron con un aire de calma y educación. Ella, con una voz suave, me preguntó:
—Disculpe, ¿dónde estamos?
Les expliqué nuestra ubicación y la confusión que, al parecer, todos tenían con el otro “Mas de Torrent”. El caballero sonrió y, con una educación que rara vez se veía, dijo:
—Bueno, después de este pequeño desvío, ¿sería posible tomar algo? Tenemos un poco de calor.
—¡Por supuesto! Síganme, por favor.
El caballero le pidió al chofer que esperara y me siguieron hasta la terraza. Les ofrecí asiento y les pregunté:
—¿Qué les apetece beber?
—A mí me vendría de maravilla una cerveza bien fría —respondió él—. Y para mi esposa, otra.
Les serví dos cañas heladas, y se las bebieron casi de un trago. Me re
í un poco y les pregunté:
—¿Les gustó? ¿Quieren otra?
Él sonrió con esa elegancia despreocupada y dijo:
—Bueno, un poquito, pero sólo un sorbo.
Mientras los observaba, vi cómo la señora acariciaba a Manuela y Markos, quienes se habían acercado, encantados con los invitados.
—Qué perros tan bonitos y tranquilos —comentó ella—. ¿Son de la casa?
—Sí, ella es Manuela y él es Markos. Son los guardianes de la paz aquí.
El señor, atento a los detalles, me preguntó:
—¿Tendría usted agua o un refresco para el chofer? Seguro que también tiene sed.
Le llevé una Coca-Cola bien fría al conductor, quien me agradeció con una gran sonrisa. El caballero volvió a insistir:
—Díganos, ¿cuánto le debemos?
—Nada, no se preocupe —respondí—. Es un placer atender a personas tan educadas.
—Vamos, díganos cuánto es —insistió él, sonriendo.
—De verdad, no se preocupe, con invitados así, no viene de un par de cervezas.
Al final, se rindieron y me agradecieron con sinceridad. Me pidieron una tarjeta, se la di, y tras despedirse amablemente, se fueron. Al verano siguiente, volvieron con sus nietos, y desde entonces, vienen cada año. Ahora ellos alternan: un par de días con nosotros, disfrutando de la paz, y luego una escapada para ellos solos en el lujoso Mas de Torrent.
Y bueno, del primer par de clientes… nunca volvimos a saber. Y francamente, creo que fue lo mejor para todos.
Esta es la gran diferencia… Tener clase o ser un maleducado y ser del grupo de «quiero y no puedo»
Desde Mas Torrencito os deseamos un buen día y que vuestro perr@ os acompañe!!!!
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