No hace tanto de esto, aunque todavía me estremezco al recordarlo. Todo empezó como un día cualquiera, uno de esos que prometen tranquilidad. Manuela y yo salimos de MasTorrencito rumbo al laguillo, nuestro rincón favorito. El día que morí by MasTorrencito
Ella, con sus 16 añazos, seguía teniendo esa vitalidad que sólo los Golden Retriever parecen mantener, mientras yo… bueno, digamos que mi motor ya estaba algo oxidado.
—¿Otro paseíto, eh? —le dije mientras intentaba atarme las botas, ya con el primer sudor de la jornada.
Manuela me miraba desde la puerta, con la correa en la boca y esa expresión de paciencia mezclada con “¿Por qué tardas tanto?”. Si pudiera hablar, estoy seguro de que habría dicho:
—¿Vamos ya o planeas hacerte viejo ahí sentado?

Arrancamos el paseo por el sendero que salía del pueblo. El aire olía a tierra húmeda y romero; un perfume que siempre me hacía sentir en casa. El sol comenzaba a subir, calentando suavemente el camino. Manuela, como siempre, iba un paso adelante, olfateando cada piedra, cada rama, como si todo el mundo dependiera de su meticulosa inspección.
—¡Manuela! ¿Es necesario analizar cada matojo?
Ella se giró un momento, me miró, y siguió a lo suyo.
El trayecto era el de siempre, pero había algo extraño ese día. Todo estaba demasiado silencioso. Los pájaros, que solían acompañarnos con su alegre bullicio, parecían haberse tomado el día libre. Incluso el viento, que solía jugar entre los árboles, estaba ausente. Yo sentía un leve peso en el pecho, pero lo atribuí al calor o al café que había tomado con demasiada prisa.
—Uf… creo que estoy fuera de forma —murmuré, deteniéndome un momento para recuperar el aliento.
Manuela, como si entendiera, se sentó junto a mí, pero no sin lanzar esa mirada que decía:
—¿En forma? ¡Si nunca la tuviste!
Seguimos caminando, aunque mi paso era cada vez más lento. El laguillo ya no debía estar muy lejos, pero ese peso en el pecho empezó a intensificarse. Intenté ignorarlo, concentrándome en el sonido de mis botas sobre el suelo, pero de repente, un tirón más fuerte me obligó a detenerme.
—Manuela… espera… creo que algo no está bien.
Ella se giró, ladeando la cabeza, sus orejas cayendo hacia un lado como si intentara resolver un acertijo complicado. Se acercó a mí y me olfateó el pantalón.
—Hombre, no me asustes. Si te desplomas aquí, ¿qué hago yo?
Intenté reírme de su “comentario”, pero no salió más que un débil jadeo. Decidí sentarme bajo un árbol cercano, con la esperanza de que el malestar pasara. Manuela se tumbó a mi lado, aunque no dejaba de observarme. Su respiración pausada y tranquila era un contraste con la mía, que parecía la de un fuelle mal calibrado.
Y entonces ocurrió. Sentí un tirón, no sólo en el pecho, sino en todo el cuerpo. Como si alguien hubiera apagado un interruptor.Como si cuando estas poniendo un cable de luz se te juntan los dos y CHOOOFFFF… saltan los plomos… En un abrir y cerrar de ojos, allí estaba yo, flotando fuera de mí mismo, viendo mi propio cuerpo tirado bajo el árbol.

—¡Anda! ¡Pero si me he muerto! —exclamé, aunque no sé si fue en voz alta o sólo en mi mente.
Manuela levantó la cabeza y se me quedó mirando. Y no, no miraba mi cuerpo, sino directamente a mí, al “yo” flotante.
—¿Ves lo que pasa por no escucharme? Siempre te digo que no te esfuerces tanto, pero no, tú siempre con tus paseos épicos.
—¡Manuela! ¿Me puedes escuchar?
—Claro que te escucho, siempre te escucho. Otra cosa es que me hagas caso.
No podía creerlo. Mi perra no sólo entendía cada palabra, ¡sino que ahora hablábamos!
—¿Y ahora qué hago? ¡Estoy muerto!
—Pues hombre, te diría que te relajes, pero tampoco podemos quedarnos aquí. ¿Qué va a pensar la gente si encuentran a un tipo muerto en medio del sendero?
—¿Qué sugieres? —le pregunté, desesperado.
Manuela se levantó, sacudiéndose un poco, y señaló con la cabeza hacia el camino.
—Al laguillo. Hay que llegar allí. Estoy segura de que un buen chapuzón lo arregla todo. Siempre lo hace.
—¿Chapuzón? ¿Estás loca? ¡Estoy flotando!
—¿Y tienes una idea mejor? Vamos, muévete. O flota, lo que sea que hagas ahora.
Resignado, la seguí hasta el laguillo. El paisaje parecía diferente desde mi nueva perspectiva. Los colores eran más vivos, los sonidos más nítidos. Pero mi mente estaba demasiado ocupada pensando en cómo volver a mi cuerpo para disfrutarlo.
Cuando llegamos, Manuela corrió hasta la orilla y ladró, mirando al agua cristalina.
—Venga, métete. Esto no es un spa, pero para ti bastará.
—¿Y si no funciona?
—Entonces al menos habrás hecho algo divertido por una vez en tu vida. Vamos, ¡salta!
Sin más opciones, cerré los ojos (o lo que fuera que tenía ahora) y me lancé al agua. Sentí una sacudida, como si el universo entero me diera una bofetada, y de repente, estaba de vuelta en mi cuerpo, tirado en la orilla y empapado hasta los huesos. Manuela me miraba, sacudiéndose el agua como si nada hubiera pasado.
—¡Ostras… estoy aquí!
—¿Y dónde vas a estar? ¿Allí? Ni muriéndote eres normal.
—No te pases, Manuelita…
De pronto, a lo lejos, vi que se acercaba un tractor. Sería alguno de mis vecinos. Manuela salió disparada, corriendo como si fuera una cachorra. No sé cómo lo hizo, pero llegó hasta el conductor, le ladró y, no sé si fue suerte o milagro, ¡consiguió que me ayudara!
Lo siguiente que recuerdo es despertar en el CAP de Báscara, rodeado de cables y máquinas. Y allí estaba ella, mi Manuela, dándome lengüetazos en la mano.
—Bienvenido al mundo de los vivos, Miguel —me dijo la doctora.
—¡Ostis! ¡Qué mal lo he pasado! ¿Qué ha sucedido?
—Te ha dado un infarto. Esta rubia de cuatro patas te ha salvado la vida. No sólo te trajo Fonsu, sino que no se separó de ti ni un segundo. La hemos dejado entrar porque, si no, mordía.
Miré a Manuela, con lágrimas en los ojos, y le acaricié la cabeza.
—Es que Manuela es mucha Manu… ¿verdad, mi niña?
Y así fue cómo mi fiel compañera me salvó la vida. Si algo aprendí aquel día, es que no hay nada mejor en esta vida que tener a alguien que te quiera… ya sea con palabras, o con ladridos.
Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!
—–
Si quieres, puede ver nuestros bonos para fines de semana, bonos jubilados , a un precio increíble..entra en www.mastorrencito.com o si quieres podeis leer más historia y anécdotas que nos han pasado en Mas Torrencito… Haz click aquí
Me alegra mucho que volvieras….que tengas un buen día