Siempre decía lo mismo…

—¿Para qué…? —suspiraba mi mejor amigo Agapito mientras miraba por la ventana, con los ojos extraviados entre los tonos ocres de las hojas caídas—. Si nadie los lee…

Lo decía con resignación, pero nunca dejaba de escribir.

Cada mañana, el mismo ritual: despertaba antes que el sol, cuando la ciudad aún dormía envuelta en un silencio tibio. Su casa, una pequeña y modesta construcción de paredes desgastadas y estanterías repletas de libros ajados, era su mundo. Encendía la cafetera, dejando que el aroma del café llenara el aire con su calor reconfortante. Luego se sentaba en su escritorio, siempre en el mismo lugar, donde la madera oscura estaba marcada por el tiempo, con surcos profundos de incontables años de escritura.

Tomaba su pluma, una vieja estilográfica de tinta negra que perteneció a su abuelo, y con la delicadeza de un alquimista trazaba las primeras palabras de un nuevo cuento.

Escribía sin descanso. No tenía lectores, no tenía un público que aguardara sus historias. Y sin embargo, sus manos jamás dejaron de moverse sobre el papel.

Sus cuentos eran pequeños mundos de fantasía, llenos de criaturas mágicas y personajes entrañables. Historias de duendes que robaban estrellas para hacer lámparas en sus cuevas, de niñas valientes que construían puentes con sus propias manos para cruzar ríos de dudas, de gatos que hablaban con la luna y piratas que buscaban tesoros invisibles. Sus relatos eran como él: sencillos, humildes, pero llenos de amor.

El ultimo relato by MasTorrencito

Nunca pidió nada a cambio. Nunca intentó publicarlos. Para él, el acto de escribir era suficiente.

Algunas veces, cuando le insistíamos en que debía compartirlos con el mundo, él solo sonreía y encogía los hombros.

—No escribo para vender. Escribo porque me gusta pensar que, aunque nunca lleguen a los niños, ahí están, esperando ser contados.

Esa respuesta siempre me inquietó. ¿Era una aceptación resignada de su destino o una fe inquebrantable en la magia de sus palabras?

Los años pasaron, y la pila de cuadernos creció. Estaban por todas partes: en estantes polvorientos, apilados en rincones olvidados, dentro de cajones llenos de papeles sueltos. Cada hoja era un reflejo de su alma, un pedazo de su esperanza.

Entonces llegó aquella mañana.

Fui a visitarlo, como siempre hacía, y lo encontré en su habitación. Pero esta vez, no escuché el rasgueo de su pluma sobre el papel.

Su cama estaba ordenada, su rostro sereno, como si simplemente estuviera dormido. Sus manos reposaban en su pecho, entrelazadas, con la paz de quien ha cumplido su labor en el mundo.

Sobre su escritorio, su última historia inacabada. Y junto a ella, una nota escrita con su inconfundible caligrafía:

«Si alguna vez mis cuentos encuentran un lector, espero que les regalen una sonrisa. Si no, al menos el viento los llevará a donde debían llegar.»

Me quedé ahí, con la nota temblando entre mis dedos. Sentí un nudo en la garganta, una mezcla de tristeza y admiración. Miré los cuadernos, las montañas de relatos que nunca llegaron a los niños a los que él había querido regalarles un instante de magia.

No lo pensé demasiado. Tomé el primero y comencé a leer.

Y entonces sucedió algo maravilloso.

A medida que avanzaba en sus relatos, Agapito volvió a la vida. Lo sentí en cada palabra, en cada historia que había dejado atrás. Su risa cansada, sus gestos pausados, su amor por los cuentos… todo estaba ahí, esperándome en las páginas.

No podía permitir que su legado se perdiera.

Reuní sus cuadernos y comencé a compartir sus cuentos. Primero con amigos, luego con conocidos. Alguien los llevó a una escuela, y poco a poco, las historias de Agapito comenzaron a viajar.

Y una noche, escuché lo que él siempre había soñado: una madre contándole uno de sus cuentos a su hijo.

Y el niño sonrió.

Y en ese instante, su eternidad quedó asegurada.


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