Dicen que los perros se asemejan a sus dueños, pero estos holandeses que legaron ayer… ¡ni perro traían! Sin embargo, sus caras bien podrían haber sido las de un bulldog inglés cabreado con el mundo.
La historia comienza cuando aparecen en mi casa rural unos turistas con la misma expresión que tendría alguien al enterarse de que su herencia consiste en un cactus y una factura de impuestos.
Desde el primer momento, su energía era de “odio este sitio, odio este comido, odio la vida”
. Y eso que la casa la habían elegido ellos, que aquí nadie les puso una pistola en la sien.
Para evitar sufrimientos innecesarios, las pregunté directamente si querían marcharse. Es más, hasta les ofreció cancelar la reserva sin costas, pero no, que se quedaban. Así que les enseño la habitación y, como era de esperar, tampoco las gustó.
Segunda oportunidad de oro: «¿Seguro que quieren quedarse? A lo mejor en otro sitio estaría más cómodo». Pero no. Que sí, que se quedan.
¿Y por qué? Esto sigue siendo un misterio digno de Sherlock Holmes. Porque, para ser sinceros, parecía que estaban ahí cumpliendo una condena.
Total, los dejo instalándose y me voy al mío. Apenas pasan cinco minutos y…
RIIIIIIIIING. Me llaman. Bajo en el bar y resulta que no saben cómo servirse una cerveza.
Y no porque les faltan opciones, que ahí tenían una nevera con más de quince tipos diferentes de cerveza. Pero no, querían cerveza de barril.
Las cuento cómo funciona, pero cuando miro, aquello parece la espuma de un jacuzzi de lujo.
Las sirvo las cervezas para evitar una inundación y me vuelvo a subir.
Tres minutos después…
RIIIIIIING. «¿Puedes bajar?». Bajo. Ahora quieren vermut, pero no saben cómo sacarlo del barril.
Las cuento pacientemente (modo zen activado
), las sirvo el vaso y, cuando ya está lleno, el hombre me dice que lo quiere con hielo y limón.
El hielo está detrás, se lo había dicho antes, pero el limón… pues no hay. Acto seguido, el tipo decide que, sin limón, ya no quiere. Maravilloso.
Cuatro minutos más tarde…
RIIIIIIING. Otra vez. Bajo. “¿Cómo se calienta un plato de la nevera?”.
Mi paciencia ya estaba pendiente de un hilo, pero respiro hondo y explico el concepto revolucionario de meterlo en el microondas.
Pero no, la cuestión clave no era calentar el plato, sino… “¿cómo nos lo comemos?”. Pues con la boca, ¡coño!
Pero no, las cuento con la amabilidad de una hostelería de vuelo
que hay mesas montadas donde pueden sentarse y disfrutar “como las personas”.

Dos minutos después…
¡RIIIIING! Esta vez ya no contesto. Bajo directamente. Ahora el problema es que no saben cómo usar el microondas.
Y ojo, no es una nave espacial con 700 botonas táctiles, no, no. Es una ruedecita.
UNA ruedecita que se gira. Simple. Pero ni así.
“Ayyy, sooorry, sooorry…” – me dice el bulldog humano con una cara de desprecio como si yo tuviera la culpa de su incapacidad tecnológica. Pero aún no hemos terminado.
Finalmente, suben a la habitación y yo, ingenuo, pienso: «¡Por fin un ratito de paz para planchar!».
Error.
RIIIIING. «Hace calor en la habitación».
Las digo que cierren el radiador. «¿Cómo?». Subo y los encuentro tumbados en la pierna con gorritos de dormir como si fueran personajes de un cuento victoriano.
Me acerco y cierro la válvula del radiador, que es igual que cualquier otra del mundo mundial. Se la señalo. Cuento. Me bajo a la cocina.
Pero nooooo.
RIIIIING. Ahora la grifo gotea.
“¿Lo han cerrado bien?”, pregunto. «Sí», me dicen. Vuelvo a subir. Lo del lavabo, efectivamente, estaba bien cerrado. Pero el de la ducha, abierto.
“Ayy, sooorry…”
Justo cuando pienso que la noche va a terminar, el teléfono vuelve a sonar. Ya no sé si contestar, si echarme por la ventana
o si fugarme por el bosque y hacerme ermitaño.
Pero con una paciencia digna de un monje tibetano, respondo. “¿Sí?”, digo con voz monocorde.
“Escuchamos un ruido raro en la pared”.
Ya cono la ceja en modo tico nervioso, subo otra vez. “¿Qué tipo de ruido?”, pregunto. Señalan la pared. Me acerco. Me quedo en silencio. Y lo escucho. Un sonido sutil, un crujido casi imperceptible. Nada preocupante. Probablemente, el edificio acomodándose con el frío de la noche.
Pero claro, no podía decir eso sin parecer un loco místico. Así que las miro y con toda la amabilidad fingida del mundo digo: «Es normal, la madera cruje».
“Ahhhh, sooorry…”
Y así, después de sobrevivir a esta velada surrealista, me arrastro hasta mi habitación, rezo para que no haya más llamadas y me tumbo en la pierna. Pero justo cuando cierro los ojos…
RIIIIING.
Ya fue demasiado….
Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!
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Ya se sabe….paciencia….hasta que se pueda.