Hay una cosa que muchas veces no se dice, pero que quienes convivimos con perros sentimos a diario: el estrés, la tensión constante por el simple hecho de pasear o salir a tomar algo con nuestro compañero de cuatro patas. Y no, no hablo del perro. Hablo del entorno. De la gente. De los que miran, juzgan, critican o directamente se sienten con derecho a decirte cómo deberías comportarte solo porque vas acompañado de un animal.

Y lo más curioso de todo es que esto no pasa en cualquier parte. No. Yo lo vivo en un sitio que, en teoría, es un espacio pensado para los amantes de los perros. Un lugar donde ellos pueden estar sueltos, jugar, correr, chapotear, hacer lo que mejor saben hacer: ser perros. Pero hasta ahí llegan los peros. Porque aún así, aún dejando claro que este es un espacio libre para ellos, te encuentras con personas —sin perro, claro— que se molestan, que se sorprenden, que te increpan porque tu perro «tiene demasiada libertad».

Nuestro STRESSSS por culpa de "ELL@S" BY MASTORRENCITO

¿Demasiada libertad? ¿Desde cuándo la libertad es un problema cuando no molesta a nadie?

Te cruzas con esa señora que frunce el ceño si el perro pasa cerca de su manta, aunque ni la huela. O ese padre que lanza indirectas porque su hijo “tiene miedo de los perros”, como si fuera culpa tuya o de tu perro. Y ojo, no todos los niños tienen miedo, pero es curioso cómo en muchas ocasiones es el adulto el que mete ese miedo, el que hace un drama cada vez que un perro pasa trotando cerca. En muchos bares, el perro está tranquilamente tumbado al lado de la mesa, mientras un niño corre, grita, lanza cubiertos y los padres ni se inmutan. Pero claro, el problema es el perro, no el ruido, no el alboroto, no la falta de respeto.

He vivido situaciones absurdas: una vez alguien se sentó a propósito cerca solo para luego pedir que atara a mi perro “porque le incomodaba”. Otra vez una pareja se fue indignada del bar porque “no les habían avisado que había perros”, como si fuera un espectáculo traumático. Incluso están los que cuchichean, los que hacen gestos, los que sueltan comentarios en voz alta como “esto ya parece un zoológico” o “los perros deberían estar prohibidos en estos sitios”.

Y lo peor es que uno se lo toma personal, porque al final terminas caminando por ahí con el ceño fruncido, con mil ojos, intentando que tu perro no moleste, que no ladre, que no se acerque a nadie, que no salude a otros perros… como si estuvieras paseando con una bomba a punto de explotar. No disfrutas. Ni tú ni el perro.

Sí, hay personas que se desentienden del todo, que no controlan, que dejan al perro hacer lo que quiere. Pero esos son los menos. La mayoría estamos pendientes, llevamos bolsas, respetamos espacios, educamos, corregimos. Hacemos el esfuerzo. Pero igual nos tratan a todos por igual: como si estuviéramos haciendo algo mal simplemente por compartir la vida con un perro.

Y es ahí cuando uno se cansa. Porque no se trata solo de tener un perro. Se trata de aguantar miradas, comentarios, actitudes hostiles o pasivo-agresivas… todo por elegir compartir tu tiempo con un animal que, por cierto, muchas veces tiene más educación y respeto que muchos humanos.

Yo lo tengo claro: prefiero mil veces un perro corriendo libre por el campo, feliz, con barro hasta las orejas, que uno atado y triste, solo para cumplir con las expectativas de quienes no entienden ni respetan. Y también prefiero mil veces compartir una terraza con varios perros tranquilos, que con personas intolerantes que creen que el mundo les pertenece solo a ellos.

Así que sí, esto va para los que critican, para los que se molestan, para los que creen que un perro es un problema: quizás los que tienen que revisarse no son ellos… somos nosotros, como sociedad, que hemos perdido la empatía, la convivencia y el respeto mutuo. Porque si un perro feliz te molesta, igual el problema no está en el perro.

Reflexión

A veces da la sensación de que a cierta gente no le molestan los perros… les molesta la paz. Hay quienes salen a la calle con el radar puesto, buscando el más mínimo pretexto para discutir, para señalar, para imponer su opinión. Si no es el perro, será el niño, la música, el volumen de tu voz o el color de tus zapatos.

Pero cuando un perro simplemente juega, camina o se tumba tranquilo y eso ya es motivo de quejas, no estamos hablando de convivencia. Estamos hablando de intolerancia. De esa agresividad pasiva —o a veces no tan pasiva— de quienes viven buscando el conflicto porque no saben relacionarse de otra manera.

Y mientras tanto, nosotros, los que solo queremos vivir en paz con nuestros perros, tenemos que aguantar miradas, reproches y hasta insultos. Como si disfrutar al aire libre con un animal feliz fuera una provocación.

La verdadera convivencia se basa en respeto. Y respetar también significa tolerar que otros vivan de forma distinta a la tuya, sin que eso sea una amenaza. Porque cuando un perro feliz molesta más que una persona amargada buscando pelea, el problema no está en el perro.

Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!

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