Hay días que empiezan como cualquier otro. Despiertas, te vistes, tomas las llaves, sales. No hay música en el coche. Solo el zumbido bajo del motor y el calor de un verano que aún no es oficial, pero ya quema. «Ocho, el perro de las 08:00»
El cielo ni siquiera está del todo claro todavía. Todo huele a campo seco.
Tenía que llegar a Bàscara antes de las ocho. Las chicas venían en el bus y ya sabía que llegarían dormidas, de mal humor, y con hambre. Me gustaba ese pequeño ritual. Ir a buscarlas. Reírnos. Hablar de cualquier cosa sin importancia.
Eran las 07:44.
Entonces, el mundo se partió.
Un bulto cruzó la carretera. Pequeño, sucio, con el cuerpo torpe. Venía de los campos de la izquierda. Iba directo al otro lado, sin mirar, sin entender.
Frené. O lo intenté.

¡THUMP!
No fue un ruido fuerte. Fue como aplastar una fruta madura. El coche se sacudió y se quedó quieto.
Me quedé sentado, con las manos firmes en el volante, sin aire en los pulmones. No sabía si abrir la puerta o retroceder el tiempo.
Bajé.
Allí estaba.
Un cachorro. Las patas torcidas. Un hilo de sangre saliendo por el hocico. Pero vivo. Temblando. Mirándome.
No ladraba. Solo respiraba a trozos, como si cada aliento fuera prestado.
—No… no, por favor… —susurré sin saber a quién.
Lo envolví con la manta vieja del maletero. El cuerpo se dejaba coger, como si ya hubiera decidido rendirse.
Saqué el móvil.
—Judith, soy yo.
—¿Qué pasa?
—He atropellado un perrito. No lo vi. Salió de la nada. Está muy mal.
—¿Dónde estás?
—Camino a Bàscara.
—Tráelo ya. Estoy en la clínica.
El trayecto fue como flotar. El coche iba solo. El cachorro en mi regazo apenas se movía. A veces un quejido, otras nada. En un momento pensé que se había muerto. Paré. Acaricié su oreja. Movió un poco la cola.
—Aguanta, peque… Por favor…
Judith lo recibió con manos firmes. Lo llevó dentro como quien carga dinamita: sabiendo que cualquier movimiento lo puede romper más.
—¿Tiene nombre? —me preguntó sin mirar atrás.
—No…
—Vamos a llamarlo Ocho.
Los días siguientes fueron de clínica y de espera. No tenía obligación de ir, pero iba. Me sentaba en la sala blanca, vacía, con olor a desinfectante y pienso. Judith me dejaba entrar cinco minutos.
—No ha comido.
—¿Duele?
—No lo sabemos. Está sedado la mayoría del tiempo.
A veces abría los ojos cuando le hablaba.
—Hola, Ocho. Soy yo. Aún estoy aquí. No te rindas, peque. Hay muchas cosas bonitas aún. Galletas. Playas. Sombras de olivos.
Lo decía con voz tranquila, pero por dentro estaba roto. No dormía bien. Me despertaba imaginando el golpe. El cuerpo volando. Los ojos…..
Una mañana, muy temprano, llegó el mensaje.
«Ven cuando puedas. Está muy débil.»
Fui corriendo. Judith me esperaba en la puerta.
No me dijo nada.
Solo movió la cabeza. Muy despacio.
—Lo intentamos —murmuró, sin dejarme ver los ojos—. Pero no… no quiso seguir.
Entré.
Ocho estaba sobre una mesa, envuelto en la misma manta. Ya no temblaba. Parecía dormido. Por un segundo, casi sonreí. Luego, me desarmé.
Me senté en el suelo, al lado de la camilla.
—Lo siento. De verdad. Perdón por no haber ido más lento. Perdón por no haberte salvado.
Pasaron minutos. O tal vez una hora. Afuera, el reloj marcaba las 08:02. El bus ya habría llegado a Bàscara. Las chicas estarían esperando. Pero yo estaba allí. Con Ocho.
Conclusión:
Hay gente que dice: “solo era un perro”.
No entienden.
No era un perro. Era ese perro. Era Duna. Era una vida que se cruzó en tu camino sin pedir permiso. Que te miró una vez y te rompió por dentro.
La peor pesadilla para quien ama a los animales no es perder a uno propio.
Es no poder salvar a uno que nunca tuvo a nadie.
Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!
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