La guerra no entiende de inocencia. No distingue entre culpables y víctimas. Se abate sobre las vidas como una tormenta sin compasión, arrasándolo todo a su paso. Tito, el compañero de mi padre
En aquellos años oscuros, entre 1937 y 1939, en tierras de Lleida, mi padre aprendió demasiado pronto lo que significaba perder. Pero entre tanta desesperanza, tuvo un amigo fiel, un compañero de cuatro patas que convirtió aquellos días de horror en algo más llevadero: Tito.
No se sabe bien de dónde apareció Tito, si se lo encontró en algún rincón del pueblo, si alguien se lo dio o si simplemente decidió seguir a mi padre como si siempre hubieran estado destinados a encontrarse. Lo cierto es que, en medio del caos, de los bombardeos, del miedo y del hambre, Tito se convirtió en su refugio. Era un perro simpático, de esos que, con solo mover la cola, logran sacar una sonrisa incluso en las peores circunstancias.
Mi padre era apenas un niño, y en una época donde jugar se volvía un lujo peligroso, Tito se convirtió en su mejor amigo. Iban juntos a todas partes, compartían el poco alimento que encontraban y hasta dormían abrazados, como si el calor del uno pudiera proteger al otro de la pesadilla que los rodeaba. Mientras los adultos discutían en susurros sobre la guerra, sobre lo que vendría, sobre cómo sobrevivir un día más, mi padre se refugiaba en el abrazo silencioso de su perro.

Pero la guerra nunca da tregua.
El día en que el pueblo iba a ser bombardeado, la familia de mi padre no tuvo más opción que huir. Dejaron todo atrás, su casa, sus recuerdos, la poca seguridad que todavía creían tener. Subieron a una barca y comenzaron a cruzar el río Segre, una travesía incierta en la que lo único que importaba era alejarse, sobrevivir.
La noche cayó sobre ellos como un manto de desesperanza. Solo se oía el rumor del agua y, a lo lejos, el sonido de las explosiones, de las llamas devorando lo que hasta esa mañana había sido su hogar. Mi padre, con el corazón encogido, apretaba contra su pecho a Tito, protegiéndolo de la brisa helada que les mordía la piel.
Cuando por fin alcanzaron la otra orilla, se encontraron en un bosque denso, oscuro. No sabían dónde estaban, solo que debían seguir adelante. La lluvia comenzó a caer, lenta al principio, luego con furia, empapándolos hasta los huesos. Se movían sin rumbo, dando vueltas en círculos, perdidos en un laberinto de árboles y sombras.
Fue entonces cuando un silbido rompió la noche.
Una figura emergió entre los árboles y les hizo señas para que lo siguieran. No tenían opción. Seguir a un desconocido era mejor que permanecer allí, sin refugio, esperando a que el frío y el miedo los consumieran.
Mi padre, en medio del grupo, seguía apretando a Tito contra su pecho. El perro, normalmente inquieto, permanecía inmóvil, sintiendo quizá la gravedad de la situación.
El camino terminó en un claro donde ardía una gran fogata. A su alrededor, unas treinta personas se calentaban bajo mantas improvisadas, resguardados entre árboles y plásticos desgarrados. No había alegría en sus rostros, solo agotamiento.
Los adultos comenzaron a hablar en voz baja. Les permitieron quedarse esa noche, pero al amanecer debían marcharse. No había suficiente comida, ni espacio. Solo quedaban para ellos un pedazo de pan duro como una piedra y un poco de carne seca. Para mi padre y los suyos, después de dos días sin comer, aquello era un festín.
Mientras las llamas bailaban en la oscuridad, mi padre sintió que su pequeño mundo se reducía a ese instante. A la sensación de calor en sus manos entumecidas, al sonido de la lluvia golpeando las hojas, a la respiración tranquila de Tito, acurrucado junto a él, con el hocico apoyado en su pierna.
Sabía que al día siguiente tendrían que marcharse de nuevo. Que el miedo, el hambre y la incertidumbre seguirían persiguiéndolos. Pero, por esa noche, no estaba solo.
Por esa noche, tenía a Tito.
Y mientras su perro estuviera con él, la guerra no podría arrebatarle del todo la esperanza.
El último amanecer de Tito
El amanecer llegó con el murmullo del viento entre los árboles y el crujir de las brasas agonizantes de la fogata. No hubo tiempo para despedidas ni para palabras de aliento. Sabían que debían seguir adelante. Les habían dicho que al norte era seguro, aunque en tiempos de guerra la seguridad era solo una ilusión.
Así que se pusieron en marcha, sin rumbo fijo, con la esperanza como única brújula. Caminaban sin descanso, con el frío mordiéndoles los huesos y el hambre aferrándose a sus estómagos como una sombra persistente. Durante dos días avanzaron sin saber exactamente hacia dónde, siguiendo senderos que parecían interminables, cruzando campos desiertos y aldeas fantasma, donde solo quedaban las huellas del miedo.
Finalmente, llegaron a las afueras de un pueblo grande. Desde la distancia, se podía ver la silueta de edificaciones que aún permanecían en pie, y el humo que se alzaba en el cielo indicaba que allí había vida. Pero la vida en tiempos de guerra es frágil, incierta. No sabían quién dominaba el pueblo, si los de un bando o los del otro. Pero daba igual. Aquí no había vencedores ni vencidos. No había colores. Solo había personas buscando un refugio, un lugar donde sentirse protegidos, aunque fuera por un instante.
A las afueras del pueblo, encontraron un campamento improvisado. Tiendas de tela raída, fogatas dispersas, niños abrazados a sus madres, hombres de rostros endurecidos por la desesperación. Se acomodaron junto a un grupo de refugiados alrededor de una de las fogatas, en silencio, como si el fuego fuera un testigo mudo de su fatiga.
Fue entonces cuando mi padre notó algo extraño.
Un hombre, envuelto en harapos y con el rostro curtido por la intemperie, miró a Tito con unos ojos vacíos, calculadores. No era una mirada de ternura, ni de admiración. Era una mirada de hambre.
Mi padre sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Instintivamente, rodeó a Tito con los brazos, protegiéndolo. El perro, ajeno al peligro, simplemente meneó la cola y apoyó su hocico en la pierna de mi padre. Pero él sabía que en tiempos de escasez, en tiempos donde la moral se retuerce ante la necesidad, cualquier cosa podía suceder.
Esa noche, mi padre durmió con un ojo abierto, abrazando a Tito con fuerza, como si con su calor pudiera ahuyentar el destino que temía. Pero el cansancio fue más fuerte, y el sueño lo venció.
Cuando despertó al amanecer, sintió el vacío antes de abrir los ojos.
Tito no estaba.
Se incorporó de golpe, su corazón latiendo con desesperación. Miró a su alrededor, esperando ver al perro corriendo entre las tiendas, pero no había rastro de él.
Buscó entre la gente, preguntó a los que estaban despiertos. Nadie sabía nada. Nadie lo había visto.
Hasta que su mirada se posó en la fogata.
Sobre las llamas, un trozo de carne chisporroteaba lentamente.
El aire se volvió denso, irrespirable.
Mi padre sintió que el mundo se rompía en mil pedazos.
No preguntó. No gritó. No lloró. Solo se quedó ahí, mirando el fuego, sintiendo cómo algo dentro de él se desmoronaba para siempre.
Esa mañana, aprendió una lección que ningún niño debería aprender. En la guerra, la bondad se convierte en debilidad. En la guerra, incluso lo más puro puede ser arrebatado sin piedad.
Esa mañana, la guerra le quitó a su mejor amigo.
Y él nunca volvió a ser el mismo….
Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!
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Uff te veo un poco pesimista últimamente, ánimo Miquel
Me has puesto la piel de gallina