El sol de la tarde bañaba la carretera desierta en tonos anaranjados. Entre el silencio roto por el murmullo del viento, algo llamó mi atención. Era un pequeño bulto que se movía torpemente a un lado del asfalto. Cuando me acerqué más, pude distinguirlo: un perro, pequeño, sucio, con el pelaje enredado y una mirada que hablaba de días de hambre y soledad.
Reduje la velocidad y me detuve en el arcén. Otro coche, que venía detrás, hizo lo mismo. De él bajó un hombre joven, con expresión preocupada.
—¿Lo viste también? —preguntó mientras señalaba al perrito.
—Sí, pobrecillo. Parece que lleva días así… pero no se fía de nadie —respondí, observando cómo el animal se alejaba unos pasos al vernos.
El perrito gruñía suavemente, con el cuerpo encorvado y la cola entre las patas. No había agresividad en él, solo un miedo profundo.
—¿Qué hacemos? —preguntó el hombre. Su nombre, supe luego, era Alex.
—Creo que tengo algo de comida en el coche, quizá podamos acercarnos poco a poco —sugerí.
Abrí la puerta y busqué entre las bolsas de la compra… recordaba haber comprado salchichas para el desayuno.. seguro que eso le gustaría…. Volví a acercarme con cuidado, arrodillándome en el suelo para no asustarlo. Alex hizo lo mismo, y juntos extendimos las salchichitas hacia el perrito.
—Tranquilo, pequeñín. No te vamos a hacer daño, ven… —le susurré.
Pasaron varios minutos eternos. El perro olfateaba el aire, retrocedía, volvía a acercarse. Parecía debatirse entre su hambre y su miedo. Finalmente, dio el primer paso, mordisqueando un pedazo de salchicha que Alex había dejado en el suelo. Luego otro. Y otro.
—Eso es, buen chico… no pasa nada —dijo Alex, con voz suave.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, logré acariciar su cabeza. Se estremeció al principio, pero no huyó. Poco a poco, conseguimos levantarlo y meterlo en el coche. Aunque todavía temblaba, parecía agotado, como si finalmente hubiera decidido confiar.
—Es feo, pero tiene algo que te roba el corazón, ¿verdad? —bromeé, mientras acariciaba sus enmarañados mechones de pelo.
—Totalmente. Es como Pumuky, un desastre adorable —rió Alex.
Lo llevamos a Judith mi veterinaria de Bàscara. El diagnóstico era claro: desnutrido, lleno de suciedad, pero, sorprendentemente, llevaba un chip. Judith nos miró con una sonrisa al terminar de escanearlo.
—Tiene dueña. Voy a llamarla ahora mismo.
Pocas horas después, recibimos la llamada de la propietaria. Era una mujer llamada Dolors, con voz temblorosa de emoción.
—¡No me lo puedo creer! ¿De verdad es mi Max? —preguntó al teléfono.
—Sí, está aquí con nosotros. Está bien, aunque algo delgado. Puede venir a por él cuando quieras… —respondí.
—¡Por supuesto! Estoy en las Islas Baleares, pero tomo el primer vuelo. Estaré en casa esta noche. Por favor, denme su ubicación para ir a recogerlo.
Acordamos encontrarnos en MasTorrencito. Mientras esperábamos, bañamos al perrito, le dimos comida y agua, y lo cubrimos con una manta. Poco a poco, su mirada cambió. De aquella tristeza inicial, comenzaba a asomar un brillo de esperanza.
Esa noche, cuando Clara llegó, la escena fue inolvidable. Max la reconoció al instante. Apenas salió del coche, el perrito comenzó a ladrar, aullar y saltar de alegría. Corrió hacia ella, que se arrodilló con lágrimas rodando por sus mejillas.
—¡Max! ¡Mi pequeño Max! —exclamaba entre sollozos, mientras lo abrazaba con fuerza.
El perrito no paraba de lamerle el rostro, moviendo la cola como un loco. Todos los que estábamos en la terraza de Mas Torrencito observábamos la escena con sonrisas y ojos vidriosos. Algunos clientes incluso aplaudieron.
Clara nos miró, con Max aún en sus brazos.
—No sé cómo agradecerles. Pensé que nunca volvería a verlo. Llevo seis meses buscándolo… No dormía pensando en él. Lo busqué por todo el Empordà, puse carteles, hablé con todos los refugios, pero nada. Creí que lo había perdido para siempre.
Nos contó cómo Max había desaparecido de su casa de Vilaur. No sabía si se había perdido o si alguien lo había robado. Había sido su compañero durante años y la ausencia le había dejado un vacío imposible de llenar.
—Es un milagro que lo hayan encontrado —dijo, con una sonrisa agradecida y el rostro aún empapado en lágrimas.
- Bueno… ha sido casualidad…. dije…
A la mañana siguiente, Clara nos sorprendió con un gesto hermoso. Recibimos un paquete lleno de botellas de cava y cajas de bombones, no solo para nosotros, sino también para los huéspedes de Mas Torrencito.
—Esto no es suficiente para agradecerles lo que han hecho, pero espero que sepan cuánto significa para mí. Max es mi familia, y ustedes me lo han devuelto.
Max, mientras tanto, no se separaba de Clara ni un segundo. Su mirada, ahora brillante y alegre, era la prueba de que todo esfuerzo había valido la pena.
Y así, aquel día terminó con sonrisas, abrazos y la certeza de que los milagros suceden, incluso en los caminos más solitarios.
Desde MasTorrencito te deseamos un buen día y que tus perros te acompañen!!!!
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Para ella fué un gran día….y para vosotros también