Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer. Es de esas cosas que no se borran, como ese olor que se queda impregnado en la memoria. Los falsos clientes de Mas Torrencito

Para mí, ese aroma maldito es el del anís. No importa si es un pastel, un licor o una miserable galleta. Lo huelo y, de inmediato, ¡zas!, me teletransporto a aquella borrachera épica de cuando tenía 15 años. Una melopea legendaria a base de sol, sombras y anís que, desde entonces, prometí nunca más repetir. Solo pensar en ello me da arcadas. ¡¿No os pasa algo así?! No con el anís, claro, pero con algo que os destroza solo recordarlo. Pues esto que os voy a contar es algo parecido, pero sin el anís. Aunque con un par de tragos, la cosa habría sido más llevadera, os lo aseguro.

Visita inesperada. Los falsos clientes de Mas Torrencito

Era un viernes cualquiera, una de esas mañanas tranquilas en Mas Torrencito, donde nunca pasa nada si no es porque alguien viene expresamente. Aquí no se cae de paso, y si vienes, es porque te interesa o porque te has perdido de manera espectacular. Pues bien, suena el teléfono. Una pareja me dice que está «por la zona» y que quiere ver la casa. Primera bandera roja. Nadie está «por la zona». Aquí ni los pájaros se acercan por casualidad.

Les doy el código y aparece la pareja. Joan y María, se presentan. Él, unos 40 años y pinta de comercial de baratijas. Ella, cara de haber olido algo raro, pero todavía sin saber que eran mis perros. Por los gestos que hacían, ya me imaginaba que el rollo perruno no les iba mucho, pero mira, si no te gustan los perros, ¿qué haces en una casa donde hay más pelos que baldosas?

– ¿Os gustan los perros? – les pregunto, así, sin anestesia.

– Bueno, a mí no me disgustan, y a María… un poco menos.

Un poco menos. Ya me caían bien. Pero venga, les enseño el bar, un par de habitaciones, las instalaciones, mientras ellos miraban todo como si estuvieran buscando algo. ¿Algo malo? ¿Algo ilegal? Yo, que soy más desconfiado que un gato en una caja cerrada, mando un mensaje rápido a Josep, mi vecino y ayudante ocasional. «Hoy quédate en casa». Algo no cuadraba.

Entonces Joan, con aire de inspector de hacienda venido a menos, empieza a hacer preguntas raras.

– Esto es grande, necesitarás ayuda, ¿no?

– Sí, claro. Una chica 8 horas, otra 4, y mantenimiento lo lleva una empresa – le suelto, como quien habla del tiempo.

Pero el tío, ni corto ni perezoso, saca un carnet. De esos que parecen del FBI pero que en realidad son de «funcionario público de tercera». Ahí ya me empieza a hervir la sangre.

Primeras ordenes.. Los falsos clientes de Mas Torrencito

– Llame a la chica, por favor – me dice, poniéndose serio.

– Claro, claro. ¡MARIBEEEEEL! – grito desde la ventana, como si estuviera invocando a un espíritu.

Ellos se quedan petrificados. Supongo que no esperaban que yo fuera a gritar como si estuviera llamando a las cabras. En eso aparece Maribel, mi salvadora y mártir involuntaria de la mañana.

– ¿Qué pasa, jefe? – pregunta, asomándose.

– Baja, que estos señores quieren hacerte unas preguntas.

Mientras baja, los perros deciden animar el espectáculo. Masto, con un pedrolo todo babado en la boca, lo deja caer en la silla de María. Maky, mientras tanto, decide inspeccionarles el trasero como si fueran parte de su nuevo proyecto de investigación.

– Pero… ¿qué hace este perro? – pregunta María, horrorizada.

– Pues quiere que le tires la piedra. Es así de insistente. Si no lo haces, no te va a dejar tranquila – respondo, divertido.

Masto ladra. Ella se niega. Y Masto ladra más. El compañero de María, mientras tanto, se parte de risa. Yo también, pero intento disimularlo. Finalmente, Maribel llega, y Joan le pide su DNI. Lo anota, le hace una foto y empieza a interrogarla como si fuera un capítulo de «CSI: La Bisbal».

– ¿Cuál es su horario?

– De 8 a 1 – responde ella, con la calma de quien ha visto cosas peores.

– ¿Y la otra chica?

– No lo sé. Supongo que estará en su casa. ¿Quiere que le traiga su nómina? – añado yo, como si le estuviera ofreciendo un carajillo.

– Sí, por favor.

Subo, busco el documento y se lo reenvío por correo. Todo muy profesional. Pero, claro, no podían irse sin más. Joan se gira hacia mí, ya con tono de villano barato de película de sobremesa:

– Su DNI, por favor.

– ¿Mi DNI? Ah, sí, claro… bueno, está caducado.

Error. Lo que para mí era un detalle sin importancia, para él fue como encontrar la pieza clave del caso del siglo. Su cara era puro deleite. La mía, resignación.

Masto y Maky a la suya… Los falsos clientes de Mas Torrencito

Mientras tanto, María seguía peleando con Masto, que no dejaba de pedirle la piedra y olisquearle. «¡Quitadme a estos bichos!», gritaba, desesperada. Pero ahí vino el milagro. Por primera vez en años, chasqueé los dedos y los perros me hicieron caso. ¡Se sentaron! Yo no sabía si reír o llorar de la emoción.

Finalmente, con un «buenos días» mal disimulado, se largaron. Y yo, ni corto ni perezoso, llamé a todos mis colegas para advertirles de que los vampiros estaban en la zona.

Porque vamos a ver… ¿de verdad tienen que venir a un negocio pequeño, donde saben que todo está en regla, a buscar qué? ¿No tienen otra cosa mejor que hacer? ¿Y encima mentir para entrar? ¡Manda narices!

Eso sí, nunca más volvieron. Pero cada vez que huelo a anís, me acuerdo de esta historia… y del pedrolo de Masto. Y me río, porque hay cosas que solo pueden pasar aquí, en Mas Torrencito.

Desde Mas Torrencito os deseamos un buen día y que vuestr@s perr@ os acompañe!!!!

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